Transcripción literal por @Gadabarthes, 2013
La dialéctica tuvo su origen en la sofistica como un proceder de la discusión encaminado a conmover las afirmaciones dogmáticas y, al modo de los abogados y los cómicos, convertir la palabra más modesta en la más poderosa. Posteriormente se fue constituyendo, frente a la
philosophía perenne, en método perenne de la crítica, en asilo de todos los pensamientos de los oprimidos, incluso de lo que nunca llegaron a pensar. Mas en cuanto medio de obtener la razón fue también desde el principio un medio de dominación, técnica formal de la apología indiferente al contenido y al servicio de los que podían pagar: la posibilidad de dar siempre con éxito la vuelta al asador elevada a principio. Por eso su verdad o falsedad no está en el método en sí, sino en su intención dentro del proceso histórico. La división de la escuela hegeliana en un ala derecha y otra izquierda hunde sus raíces en el doble sentido de la teoría no menos que en la situación política del
Vormärz. Dialéctica no es sólo la teoría marxiana, que quiere convertir al proletariado como sujeto absoluto de la historia en el sujeto primario de la sociedad y hacer realidad la autodeterminación consciente de la humanidad, sino también la agudeza que Gustavo Doré puso en boca de un representante parlamentario del
ancíen régime: que sin Luis XVI nunca se habría llegado a la Revolución y que, por tanto, a él hay que agradecerle la proclamación de los derechos del hombre.
La filosofía negativa, la disolución universal, disuelve siempre a la vez lo disolvente mismo. Pero la nueva forma en la que pretende superar a ambos, lo disolvente y lo disuelto, jamás podrá aparecer en estado puro en la sociedad antagónica. Mientras la dominación se reproduzca, la vieja cualidad saldrá de nuevo a la luz con toda crudeza en la disolución de lo disolvente: tomado en su sentido radical, no hay en ella ningún salto. Sólo éste sería el acontecimiento capaz de trascenderla. Como la determinación dialéctica de la nueva cualidad se ve en cada caso remitida al poder de la tendencia objetiva, que transmite el hechizo de la dominación, siempre que con el trabajo del concepto alcanza la negación de la negación se halla también casi inevitablemente forzada a subsistir en el pensamiento el viejo mal por lo distinto inexistente. La profundidad con que se sume en la objetividad la logra al precio de participar de la mentira de que la objetividad es ya la verdad. Al limitarse estrictamente a extrapolar la situación libre de privilegios de lo que debe al proceso el privilegio de ser, se rinde a la restauración. Esto lo registra la existencia privada, a la que Hegel le reprochó su nulidad.
La mera subjetividad que se empeña en la pureza de su propio principio se enreda en antinomias. Sucumbe a su deformidad, a la hipocresía y al mal a menos que se objetive en la sociedad y el Estado. La moral, la autonomía basada en la pura certeza de sí mismo y hasta la conciencia moral son mera apariencia. Si lo «real moral no existe» (Phänomenologie, ed. Lasson, p. 397), en la Filosofía del Derecho estará consecuentemente el matrimonio por encima de la conciencia moral, por encima incluso de su eminencia, que Hegel calificará con ironía romántica de «vanidad subjetiva» en el doble sentido. Este motivo de la dialéctica, que opera en todos los estratos del sistema, es a la vez verdadero y falso. Verdadero porque desvela lo particular como apariencia necesaria, como la falsa consciencia de lo separado de ser sí mismo y no un momento del todo; y esta falsa consciencia hace que se desvanezca por la fuerza del todo. Falso porque el motivo de la objetivación, la «exteriorización» (Entäusserung), es degradado a pretexto justamente para la autoafirmación burguesa del sujeto, a mera racionalización, toda vez que la objetividad, que opone el pensamiento a la mala subjetividad, no es libre y queda siempre a la zaga del trabajo crítico del sujeto. La palabra exteriorización, que espera de la obediencia de la voluntad privada la liberación de la arbitrariedad privada, justamente al afirmar insistentemente lo exterior como lo que institucionalmente se opone al sujeto reconoce, pese a todos los votos por la reconciliación, la perenne irreconciliabilidad de sujeto y objeto, que por otra parte constituye el tema de la crítica dialéctica. El acto de la autoexteriorización desemboca en la renuncia, que Goethe caracterizaba como salvación, y, por ende, en la justificación del
status quo tanto hoy como ayer. De la evidencia, por ejemplo, de la mutilación de las mujeres por la sociedad patriarcal y de la imposibilidad de eliminar la deformación antropológica sin hacerlo con sus supuestos, el dialéctico irremisiblemente desilusionado podría deducir el punto de vista del amo de la casa y hacer el juego a la perpetuación de la relación patriarcal. No le faltarían razones plausibles, como la de la imposibilidad de unas relaciones esencialmente diferentes bajo las actuales condiciones, ni tampoco la actitud humanitaria hacia los oprimidos que deben pagar el precio de la falsa emancipación, pero todo lo verdadero se convertiría en ideología en manos del interés masculino. El dialéctico no desconoce la infelicidad y el abandono de los que envejecen sin casarse, como tampoco lo criminal de la separación. Pero dando de un modo antirromántico la primacía al matrimonio objetivado frente a la pasión efímera no superada en la vida en común, se convierte en abogado de los que mantienen el matrimonio a costa del afecto, de los que aman aquello por lo que están casados, esto es, la abstracta relación de posesión. La última conclusión de esta sabiduría sería la de que esto a las personas no les importa tanto mientras se acomoden a la constelación dada o hagan lo posible por conseguirlo. Para protegerse de semejantes tentaciones, la dialéctica esclarecida necesita recelar constantemente de ese elemento apologético y restaurador que, sin embargo, determina una parte de lo opuesto a la ingenuidad.
La amenazante regresión de la reflexión a lo irreflexivo se delata en la superioridad con que dispone a su antojo del proceder dialéctico como si ella fuera aquel saber inmediato acerca de la totalidad que el principio de la dialéctica precisamente excluye. Se recurre a la perspectiva de la totalidad para impedirle al adversario todo juicio negativo determinado con un «no quería decir esto» y a la vez interrumpir violentamente el movimiento del concepto, suspender el proceso dialéctico insistiendo en la fuerza impositiva e insuperable de los hechos. El infortunio se desliza en el
thema probandum:
se utiliza la dialéctica en lugar de perderse en ella. Entonces el pensar soberanamente dialéctico retrocede al estadio predialéctico: la tranquila consideración de que cada cosa tiene dos caras.
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