Gonzalo Martín, 2009 - @Gadabarthes, 2013
Cada cultura, en su perspectiva
diatópica, diastrática o diafásica, revela lingüísticamente la posición
del grupo humano respecto del medio natural en el que se desenvuelve.
Esto, que es extensivo a todas las culturas, se agudiza cuando consideramos la profunda brecha que separa los pueblos
indígenas de las civilizaciones llamadas "avanzadas". La íntima imbricación en
su hábitat de estas comunidades indígenas se traduce en una sofisticada
adecuación de la lengua, la cual exhibe una riqueza léxica que es
exponente de la importancia, en términos de supervivencia, de la
precisión en la comunicación acerca de cuestiones, lugares o cosas de
las que sobremanera dependen.Dos de los componentes esenciales de la percepción del entorno natural, la concepción de la tierra y la expresión de la distancia geográfica, nos ayudan a comprender a grandes rasgos la naturaleza del lenguaje en relación con la naturaleza. De entre los mecanismos de referencia al espacio circundante hay uno que aporta numerosas claves: la toponimia.
La toponimia constituye un sedimento de incalculable valor para detectar cuestiones de especial importancia para las comunidades que los alumbran. Entre estas cuestiones ocupa un lugar destacado el entorno natural, del cual derivan nombres que aluden a algún accidente geográfico (colina, montaña, valle, laguna, etc.), o a determinados elementos del paisaje o de la infraestructura viaria o productiva. Esto nos lo hace ver Casado Velarde al referirse a los nombres que hacen alusión a atalayas, calzadas romanas, castillos, fábricas, o piedras miliarias, tan frecuentes en las lenguas de nuestro entorno.
Por su parte, G.B. Palmer nos desvela otros mecanismos que pueden ser relativamente generalizables. Llega, en su estudio de la lengua cour d’alene (de la familia lingüística salish propia del noroeste de América) a unas conclusiones relativas a la construcciones de topónimos mediante el uso de sufijos que coincide, en gran medida, con las observaciones de Boas sobre la lengua kwakiutl, con la cual no guarda relación genética (aunque puedan constatarse intercambios debido al contacto cultural fronterizo). Se trata de un patrón amerindio que, aplicado a la denominación de lugares, refleja los rasgos del paisaje según las relaciones figura-fondo (trayector-hito). Este sistema de sufijos es esquematizado por Palmer de la siguiente forma: [contigüidad/entidad/localización_restrictor/localización], lo que gramaticalmente se traduce en [relación/trayector/restrictivo_hito/hito].
Morant Marco, en su estudio del patués, hablado en el Valle de Benasque -con la característica de ser un habla de frontera- pone de manifiesto la huella lingüística de su importancia como lugar de paso para el tráfico de mercancías y personas. Esto, sumado a la naturaleza agropecuaria de su economía, hace que el entorno haya configurado un habla rica en expresiones específicas y perfectamente adaptadas a las funciones que desempeña. Así la riqueza conceptual vertida en el vocabulario y en algunas costumbres verbales nos aproximan a la peculiar visión del mundo de los lugareños; en tanto que los distintos registros funcionales del patués nos hablan de sus necesidades, de sus actividades y de sus diversas circunstancias vitales.
En este sentido, M. Marco señala los referentes espacio-temporales, que se caracterizan por una traslación de las distancias a unidades de tiempo (como medida del esfuerzo necesario para atravesar alguna barrera geográfica si la hubiere), que son diferentes entre las gentes del valle que entre los montañeses: un kilómetro puede ser, así, expresado como distancia de un cuarto de hora o de una hora en función de la orografía.
Son éstos, fenómenos de habla muy vigentes, fundamentalmente entre quienes habitan el medio rural, y tanto más cuanto más enraizados en él y aislados vivan; pero la vida urbana, donde el tiempo se ha convertido en una variable de dimensión económica fundamental, ha recuperado estos procesos de habla y, en determinadas situaciones, la noción de mayor o menor distancia se difumina frente a la componente paralela mayor-menor tiempo. Es más, en determinados círculos, se tiende a minorar también esta mensuración en tiempo, desplazando la atención hacia el consumo energético que, creo poder afirmar, viene a reflejar nuevas inquietudes mediante la correspondencia lingüística distancia-consumo (por ejemplo, Granada está a unos de 10 litros de Ciudad Real….. [si uno se lo propone]). Ello supondría un claro exponente lingüístico de una actitud “concienciada” en lo medioambiental.
Volviendo al habla de Benasque y a modo de inciso, resulta también interesante el concepto que de temprano (en torno a las diez) se tiene en esos parajes donde los imperativos climáticos configuran un modo de vida dura. Esta misma conceptualización de temprano se ha recuperado en la actualidad entre la juventud urbanícola, tan proclive al ocio nocturno, pero por una, llamémosle, cosmovisión muy diferente.
En mucho mayor medida, las características de los animales silvestres tienen su espacio semántico en la lengua, pero es con la agricultura y la ganadería como el entorno natural penetra con mayor fuerza y, además de en el aspecto léxico, se traduce en rasgos gramaticales: sufijos (-AME, -UME) que conllevan la idea de conjunto de animales, o algún afijo (-I) que añade un significado de especial relevancia como es “cubrir el macho a la hembra”. Curiosa es la variedad de voces que se utilizan para dirigirse a los animales con distintas finalidades (llamar, espantar, acelerar, detener, dirigir). En cuanto a la agricultura, cabe destacar cómo de una tarea especialmente dura, como es la dallá (siega de la hierba o cereal) se deriva una expresión de superficie, “chornál de dallá”, que es la porción de prado que un hombre puede segar en un día. En definitiva, el patués es un buen exponente del modo cómo las lenguas son, a su manera, una forma de adaptación al medio natural y humano.
Pondré, para terminar, un ejemplo tomado de mi propia experiencia. como agricultor ecológico (cultivo mi propio huerto) he experimentado en términos lingüísticos lo que Carmelo Encinas refiere sobre los korubo en cuanto a la oposición útil-inútil aplicada a la vegetación: dado que no roturo el terreno, además de hierbas, brotan espontáneamente plántulas de árboles entre las líneas de cultivo, por lo que me vería abocado a denominarlos “malos árboles” si aplicase los mismos criterios que al referirme a las “malas hierbas”; pero esta denominación resulta estrambótica, por lo que he optado por dejar de utilizar el término “malas hierbas” por su carga semántica impropia, tanto más cuanto esas malas hierbas resultan útiles para alimentar a las gallinas o como soporte para la vida concurrente en el agrosistema ecológico. De igual modo, la conceptualización a la que J.M. Cabodevilla alude acerca de una extensión de terreno desde distintas mentalidades observantes (labrantío-solar-paisaje), la he experimentado en mi conceptualización sobre los materiales del compost: todos los desechos orgánicos, restos de alimentos, estiércol de gallina e incluso alguna gallina muerta, fermentan y producen un substrato riquísimo que huele a tierra de bosque y constituye un excelente fertilizante. Así materiales considerados sucios, desagradables y desechables cobran una dimensión de substancia valiosa, salutífera y grata: es el desplazamiento de la idea de desechar por la de reciclar que está en la base de un amplio y novedoso fenómeno que, creo nuevamente poder afirmar, despunta en el habla.
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