Configurar el mundo con la lengua

Ingeniería léxica y percepción inducida

Gonzalo Martín, 2008 - @Gadabarthes, 2013

El lenguaje registra de muy diversos modos los avances materiales del ser humano. Por lo general, la gran dependencia respecto de los instrumentos con los que se interacciona, se modifica o se obtiene algún beneficio del medio induce continuos cambios lingüísticos que permiten referise a aquéllos y a sus funcionalidades -más allá del contexto técnico y reducido en el que se suelen generar- con creciente familiaridad y aceptación. Igualmente, en ocasiones, se dan fenómenos de pervivencia en el habla de elementos referidos a objetos o materiales en desuso pero aplicados a situaciones nuevas o instrumentos más evolucionados, a los cuales no cuadra aparentemente la significación que palabras “desfasadas” transmiten. Estos fenómenos permiten apreciar la importancia que estos vocablos han llegado a tener durante algún estadio de gran significación para el grupo social, por la cual se llega a una extensión metaforizada del uso del término o expresión.

La utilización de la metáfora, como proyección de una esfera cognitiva en otra, es parte fundamental del proceso creativo del habla. Consiste en recurrir a una idea de consistencia sólida, asentada y relativamente sencilla en lo conceptual -origen- para construir una idea en un orden de pensamiento más elaborado -meta-. Es un principio constitutivo del pensamiento humano que utiliza como fuente primaria la imaginación. Las metáforas orientacionales y las metáforas ontológicas son de uso muy frecuente, pero su naturaleza figurativa pasa desapercibida porque está sólidamente incorporada al sistema referencial. La metonimia es asimismo un recurso habitual en el habla que acaba consolidando unos significantes secundarios como si de primarios se trataran; es el caso, por ejemplo, de las “marcas por antonomasia” que acaban siendo utilizadas para referirse al objeto común designado. Un ejemplo, síntesis de ambos mecanismos, se da en las lenguas nahuatl y maya, donde muchos difrasismos (dos palabras emparejadas para formar una unidad metafórica singular) son una metonimia construida sobre una metáfora, son politropos; por ejemplo, la expresión “Mi penacho, mi cuerda en el cuerpo” se utiliza para designar la relación entre la vestimenta del esclavo y la función social que le es atribuida a éste, es decir para referirse al esclavo. La metáfora “alguien a quien se encarga una tarea difícil es un esclavo” está enlazada a la metonimia “un esclavo usa ropa de esclavo” para construir una metonimia de orden superior: “la ropa de un esclavo tiene un penacho de plumas y una cuerda” en la que se basa el difrasismo utilizado por los nahuas.

La relación entre el lenguaje y el entorno no es un hecho determinístico sino más bien un continuo pero flexible acomodamiento que confiere a la comunidad de hablantes un nivel de operatividad adecuado a las necesidades cambiantes, y también mantiene su capacidad de “mapear” lingüísticamente el universo material en el que se desenvuelve. Esto lo podemos apreciar con bastante nitidez en el mundo actual, donde se suceden vertiginosos cambios tecnológicos, que conllevan una incesante renovación del vocabulario y de la fraseología habitual: la informática, el conocimiento del espacio, la divulgación de los avances científicos, etc., trasladan al habla cotidiana conceptos y términos que sirven para denotar situaciones, emociones o actos dispares y no necesariamente relacionados con el contexto original. Utilizamos, por ejemplo, resetear referido a los pensamientos, o hablamos del nivel de feromonas para aludir al impulso amoroso, o llamamos “agujeros negros” a individuos o situaciones muy negativas, o, finalmente, utilizamos el término “escanear” para expresar el intento de averiguar las interioridades de alguien o algo.  Todos estos ejemplos ilustran el mecanismo de adaptación al habla de los avances tecnológicos en la civilización occidental, pero en otras culturas más arraigadas en el medio natural también podemos apreciar estos y otros procesos designativos altamente esclarecedores del fenómeno que estamos abordando.

No es sólo en el cambio léxico donde las hablas implementan la relación con el medio, en la gramática existen técnicas que distintas familias de lenguas utilizan de modo semejante para mejor destacar las cualidades más relevantes del entorno vital de sus practicantes. Es el caso de las clases nominales (sistemas gramaticales cerrados) en lenguas como el bantú, el dyirbal y las lenguas con género gramatical (español, francés, etc.), y de los clasificadores nominales (formas libres) como los de las lenguas del sureste asiático y otras regiones alejadas incluso. Estos mecanismos consisten en la utilización de sufijos, unos que expresan las distintas formas, la animicidad, el control y la consistencia física de las substancias, y otros que indican la oposición singular-plural. No obstante, el esquema no es tan sencillo, categorías, como en los sistemas protobantúes, de significado no corresponden exactamente  a las clases gramaticales basadas en la asignación de prefijos. Algunas clases parecen contener más de una categoría semántica (extenso-largo y disperso, por ejemplo). Lo que sí parece bien establecido es que las clases nominales del bantú tienen “«valores nocionales centrales», muchos de los cuales «incluyen interpretaciones situadas culturalmente y basadas en la experiencia, de las entidades específicas denotadas por los sustantivos»”.

Las lenguas atabascanas de Norteamérica, como el navajo y el apache, consignan a los verbos las funcionalidades que las lenguas bantúes depositan en los prefijos de concordancia. Estos verbos contienen información tanto nominal como verbal, recurriendo a procedimientos como unir la figura (forma) al hecho-de-movimiento; es decir, un trayector puede revelarnos unas dimensiones físicas que resultan relevantes para el hablante.

Existen, pues correspondencias semánticas entre las lenguas apaches y las bantúes, pese a la insalvable separación física y las peculiaridades estructurales, hasta tal punto que hallamos 10 clases en bantú y trece en apache y se contempla en ambas la animicidad, la longitud y el carácter líquido de las cosas designadas. Se diferencian en el interés mayor que muestra el bantú por diferenciar a los seres humanos de los animales, la curvatura de los objetos, el reconocimiento de sustancias intangibles y la evaluación social. El apache tiene unas clases mucho más regulares y predecibles y, además, fusiona el verbo con los clasificadores nominales, lo cual puede revelar un mayor énfasis en la descripción de la adecuación de los objetos y animales para su manipulación mecánica; en tanto que el bantú clasifica mejor los objetos a distancia. Esta última es una característica de las tribus de cazadores-recolectores que viven en entornos abiertos, en contraposición a los cazadores-recolectores que viven en entornos boscosos y muestran un estilo proximal de clasificación (los sistemas atabascanos se originaron en el bosque boreal). La escala de clasificadores nominales puede, según se utiliza en distintas familias de lenguas, reflejarse en función de lo que es menos relevante a lo que es más relevante de la siguiente forma: morfema libre en sintagma nominal > afijo en sustantivo > afijo en verbo > supletivo verbal.

Observemos, para terminar, mecanismos lingüísticos similares a los anteriores, presentes en el habla de las gentes del Valle de Benasque. En concreto, fijemos nuestra atención en el hecho de que para clasificar el ganado, existe en patués un sistema de afijos que permiten expresar la idea de conjunto –ame y –ume (caballáme, mulatáme, etc. y bacúme, crabúme) o el acto de cubrir el macho a la hembra –i (marrí, torí). Esto demuestra que determinados procedimientos traspasan todo tipo de fronteras geográficas y culturales y se manifiestan de muy diversos modos en la forma de construir gramaticalmente una lengua o de enriquecer su léxico.

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