La Farmacia de Platón

Gonzalo Martín, 2011 - @Gadabarthes, 2013
El Fedro había sido durante mucho tiempo considerado un diálogo imperfecto, en gran parte debido a la presencia aparentemente "anómala" del mito egipcio acerca de la invención de la escritura. Derrida concluye que la inclusión del mito no es una ocurrencia sino que viene exigida desde un principio.  Para sostener esta afirmación y mostrar que el diálogo no es incoherente sino riguroso y sutil, Derrida nos emplaza en el centro topográfico del relato. Sócrates y Fedro debaten sobre el habla y la escritura y Sócrates se posiciona a favor del habla a la que asigna un estatuto de verdad, frente a la escritura a la que identifica con la deriva de la sofística.

De ahí, Derrida en un juego de Rayuela (a la manera de Cortázar) nos devuelve al comienzo del diálogo Platónico donde los dos personajes discuten sobre el mito de Boreo y Oritia. Oritia se despeñó mientras jugaba con Farmacea a causa del viento boreal y este suceso dio pie a la leyenda de su rapto por Boreo (la falta de nexos lógicos siempre dio pie a encabalgamientos narrativos que pueden actuar como proto-mitos). Pero Derrida nos hace reflexionar sobre la aparición de Farmacea al comienzo del relato, ¿es casual, es innecesario? Para Derrida claramente no es así. El término Farmacea trae la primera de las ambivalencias a tener en cuenta, es un nombre propio pero a su vez es un término que significa la administración de un remedio, el fármacon, sólo que ese fármacon, a su vez, nos arrastra hacia una nueva ambivalencia, el fármacon significa un remedio que cura, pero también es un veneno que mata, una substancia aniquiladora.
Oritia se extravía por jugar con Farmacea de la misma manera que Sócrates es arrastrado fuera de su espacio natural, que es la polis, hacia otros escenarios campestres que hacen posible esta disertación (el entorno no es ajeno a los pensamientos que en él surgen), y el señuelo son los textos escritos que lleva Fedro. Estos escritos son el fármacon capaz de desubicar a un hombre que ha vivido y vivirá (y morirá) en la observancia estricta del logos como voz interior (que es la presencia a sí mismo de su ser pensante). Íntima voz que es volcada directamente sobre un auditorio presente y expectante, ante el que él se ofrece como garante último con su presencia, para validación o falsación, como referente último de un saber en gestación inmediata. Alguien que no abandonó su lugar, su posición intelectual, ni siquiera para escapar a la cicuta, otra metamorfosis del fármacon, que cumple una función suprema de refrendar la naturaleza vinculante de toda verdad, cuya ejecución puede ser exigida al valedor cuando las circunstancias vitales se convierten en encrucijada ética que cuestiona la veracidad de la que depende la consistencia de toda un sistema que aspira a ser explicativo de la condición humana. Algo así como el imperativo categórico que más tarde reformularía-reescribiría-retextualizaría Kant ratificando y magnificando la vigencia de la metafísica.
Sócrates asocia mediante ambos mitos el de Zeuz y el de Oritia la escritura con el fármacon. La escritura es asimilada al mito y opuesta al conocimiento, a la verdad y a la dialéctica socrática, y es capaz de hacernos transitar espacios no contemplados previamente: "El autor del discurso ha acampado ya en la postura del sofista: el hombre de la no-presencia y la no-verdad. La escritura es, pues, ya escenificación."[1]


El mito egipcio de la invención de la escritura sirve a Sócrates para traer a colación la contraposición-supremacía entre oralidad y escritura. El juicio al que el dios-rey somete la propuesta de Zeuz, el inventor de la escritura, intenta poner de manifiesto que lo que es presentado como una auxilio para la memoria, y por tanto un beneficio para la humanidad, lo que propicia es la muerte por degeneración de esa otra memoria natural que es interior, frente a lo externo, y por tanto atentatorio contra la autoridad del padre ausente, es decir parricida.
La escritura, según su inventor, es un «phármakon» para la memoria y la sabiduría, que hará a los egipcios más sabios y mejorará su memoria. Las palabras tienen un padre y esa relación filial es manifiesta en la presencia de quien las pronuncia de viva voz. En cambio entre un texto escrito y su autor la relación es de orfandad. Más aún, para Derrida la relación padre-hijo no es algo externo al lenguaje sino algo que surge de los usos del lenguaje. Las palabras, al igual que las imágenes, derivan de sus "padres" u originales, son suplementos necesarios de los originales, que no pueden ser entendidos sin aquellos. Derrida no intenta desmontar, de momento, la lógica de los argumentos Platónicos sobre la escritura, sino entenderla; pero aprovecha, ya, para deslizar un pensamiento clave que vincula la escritura a una forma de orfandad y a un suplemento.
La noción de «suplemento», Derrida la toma de Rousseau en De la gramatología: Zeuz es el suplemento de Ra. El vocablo francés supplément significa dos cosas: adición y reemplazo. El suplemento extiende y reemplaza.


La presencia del mito es pues una necesidad prevista en el diálogo Platónico, en la que Derrida hace ver algo más. Derrida sugiere que los principios discursivos en los que se sustentan los mitos son idénticos a los que rigen la filosofía Platónica. Derrida no aprueba, ni modifica, ni refuta el argumento de Platón, sino que insiste en sus inestabilidades, en la indecidibilidad que lo cruza y que éste no consigue superar.[2]
Aunque la filosofía Platónica se define a sí misma en oposición al mito, Derrida intenta mostrar que la distinción Platónica entre "mythos" y "logos" no está tan clara. En un esfuerzo por demostrar que la lógica de la mitología egipcia se asemeja a la de la filosofía Platónica, Derrida analiza el papel de Zeuz, el inventor de la escritura. Nos hace ver que Zeuz no es sólo el dios de la escritura sino también el dios de la muerte, y nos explica que Zeuz es a menudo descrito como el opuesto de su padre, Ra: Ra se asocia a la vida, el sol y el Este, Zeuz a la muerte, la luna y el Oeste.
Conforme Derrida describe la oposición entre Zeuz y Ra, repara en una interesante paradoja: aunque Zeuz es la imagen especular de su padre, también hace el papel de suplemento de su padre. Esto a lo que nos lleva es al reconocimiento de que "el dios de la escritura es . . . a la vez su padre, su hijo, y él mismo".[3]
Así pues, la relación entre Zeuz y Ra es similar a la que existe entre la escritura y el habla (o quizás entre la escritura y la verdad). La escritura es descrita como "elusiva", "nunca presente", así como "diferente del habla y a la vez la misma"


Derrida destaca el hecho de que Platón se basa en un conjunto de distinciones (oposiciones) estrictas: bien/mal, verdadero/falso, interior/exterior, original/copia, padre/hijo, habla/escritura, filósofo/sofista, etc. Ahora bien, y lo que resulta más sorprendente, Derrida pone de manifiesto que Platón no puede tener éxito si intenta mantener estas oposiciones. La razón de esto está en el lenguaje, por cuya dinámica a la vez que compone significados los descompone. Aquí radica la inevitable inestabilidad de las distinciones que en gran medida atraviesan el pensamiento de Platón.
Derrida nos lleva de la mitología egipcia a la filosofía Platónica. "Farmacon" encarna la inseparabilidad de sus dos significados opuestos ("remedio" y "veneno"): el fármacon es artificial, procede del exterior, y esto hace que no pueda ser algo beneficioso solamente.
Es de destacar que el término fármacon es utilizado en otro dialogo de Platón, el Timeo. Derrida nos hace ver que en este otro diálogo la escritura recibe el mismo tratamiento que Zamus le otroga en el Fedro. De aquí Derrida concluye la imposibilidad de disipar la ambigüedad implícita en el término fármacon. Aunque Platón asocia la escritura con los sofistas, toma de ellos prestados los argumentos con los que intenta refutarla. Aún así Platón se toma mucho interés en esta distinción, porque la distinción entre la sofística y la filosofía socrática es uno de los elementos fundacionales del pensamiento Platónico. Pero Derrida centra su interés en poner de manifiesto la imposibilidad de mantener esta distinción que parecía crucial para el platonismo.
En este punto Derrida aprecia una concordancia entre Platón y los sofistas en atribuir a la escritura un efecto negativo sobre la memoria. En realidad, tanto Platón como los sofistas distinguen dos clases de memoria, la "memoria viva" (mneme) y la "mera repetición" (hypomnesis), que dependen de diferentes mecanismos cognitivos. Pero para Derrida esta distinción no se sustenta sobre una realidad: ambas formas de memoria consisten en una capacidad de repetición y por tanto no pueden considerarse como opuestas.
El habla se mantiene en animada proximidad, en la presencia viva de la mneme. La escritura, que imita y reproduce al habla viva, se sitúa un grado más lejos. La memoria necesita siempre signos que le permitan recuperar lo no-presente. La línea entre mneme e hypomnesis se hace casi imperceptible porque en ambos casos remite a una cuestión de repetición. La memoria siempre está contaminada de su primer sustituto, la hypomnesis. El exterior (el signo sustitutivo) está ya dentro del ejercicio de la memoria. En lo que Platón se pierde es en su pretensión de posibilidad de una memoria sin signo; es decir, sin suplemento.[4]
Esto nos lleva a una reflexión genuinamente derridiana: la distinción entre sofistas y filósofos, entre retóricos y dialécticos, nos remite a un debate sobre la escritura: los propios sofistas describen el habla (es decir, el logos) como un fármacon. En el fondo lo que se intenta establecer es una distinción entre originales (buenos) y copias (malas). Deleuze también insiste en esta vana pretensión, y va más lejos y establece una distinción en forma de triada: modelo/copia/simulacro.
Toda la ambigüedad del platonismo viene de que en vez de una oposición simple (Idea/imagen) "la distinción se desplaza entre dos especies de imágenes. Las copias son segundos poseedores, pretendientes legítimos, garantizados por la semejanza; los simulacros están construidos, como los pretendientes, sobre una disimilitud, implicando una perversión, un desvío esencial".[5]


Lo sorprendente es que Derrida nos defina a Platón como viva imagen de los sofistas. El fármacon de Platón (la escritura) aparece para Derrida inextricablemente unido al fármacon de los sofistas (que es el habla) y de esta forma empiezan a desvanecerse otras distinciones que nos parecían sólidas, como habla frente a escritura, filósofos frente a sofistas y remedio frente a veneno. Esta conclusión es fruto de la imposibilidad de concluir el proceso de desembrollo y de desenvolvimiento de toda esta terminología, que de esta manera supera su paradójica substancia.


Es posible que la legendaria renuncia de Sócrates al poder y al placer no sea sino una búsqueda encubierta de ese poder y del placer. Derrida nos hace parar en ello reflexionando sobre el modo en que Sócrates y Platón hacen frente al temor a la muerte. Derrida recurre a una "inversión dialéctica del fármacon" y así cuando ambos filósofos se sienten atenazados por el fármaco de la escritura, ambos reaccionan ideando (prescribiendo) un antídoto, un contrafármacon.
Ese antídoto es la filosofía, en particular la dialéctica. Derrida recurre a pasajes Platónicos de las Leyes, Crito y Critias. Platón usa en todos ellos el mismo término, fármacon, para describir lo que le gusta y lo que le disgusta. En las Leyes, el buen juicio necesita un fármaco como antídoto para los malos discursos, en Critias, éste necesita un fármaco como alivio para su dolor de cabeza, y en el propio Fedro, Sócrates describe los pliegos de escritura como un fármaco capaz de extraviar su rumbo, así como el dios-rey egipcio rechaza la invención de la escritura como un mal fármaco, como algo que actuaba en detrimento de la memoria, no en su refuerzo.
Parece como si el fármacon abrigase en su interior la complicidad de los valores contrarios: no tiene una identidad fija, estable o ideal. Un ejemplo más del modo como la palabra fármacon vehicula significados contradictorios, nos lo da Derrida haciéndonos reparar en el uso  que de ella hace Platón al referirse a la cicuta que toma el propio Sócrates en aceptación de la sentencia que le fue impuesta.
Encontramos pues que el fármacon no es una palabra tan ajena a nuestra experiencia. El fármacon no es una suma de partes sino el medio en el que se produce la differencia y el medio en el que los opuestos se oponen entre sí. Y esto nos permite encontrar un punto de acuerdo, pese a las disensiones, entre Derrida y Saussure: el significado es un producto de diferencias.


Entre el interior y el exterior existe, en apariencia, una relación de oposición. El fármacon es percibido por la tradición filosófica como una amenaza externa a una pureza interior. Pero Derrida pone en tela de juicio la nitidez de los límites que pueden hallarse en los textos de Platón entre lo que es considerado interior y lo exterior. Derrida insiste en que en Platón no es posible establecer tales límites y esto resulta más evidente en el Fedro cuyo significado depende no solo de las palabras que aparecen en el texto sino, además, de una palabra que no aparece. Esta palabra es fármacos, relacionada con fármacon, pero cuyo significado apunta al hechicero y,  como Derrida destaca con satisfacción, al "chivo expiatorio". Un chivo expiatorio resulta sumamente útil para ilustrar la discusión sobre el problema de la diferencia entre interior y exterior: se trata de un elemento que pertenece por igual al interior y al exterior. Y si hemos de hacer mención al paradigma del chivo expiatorio, no nos queda otro remedio que traer nuevamente al primer plano a Sócrates.


La distinción-oposición entre interior y exterior admite otra formulación, la de original frente a copia. La denostación de la escritura sirve para confrontar, en Fedro, la supuesta distinción entre logos y mythos, o entre memoria y "rememoración". Derrida se detiene, incluso, en el pasaje del Fedro en el que Sócrates identifica la escritura con la pintura y llega a la conclusión de que, no obstante, la escritura se aventura en una labor más enrevesada, porque aquello que pretende imitar lo hace a base de desnaturalizarlo.
Hay un pasaje de la Republica en el que Sócrates afirma que el poeta está tres planos por debajo de la verdad. Derrida añade que si el poeta ha de escribir sus palabras entonces se situará en un cuarto plano por debajo de la verdad, quedando un estrato por debajo del pintor.
Así pues, para Derrida se hace necesario asignar un lugar en cuanto a la verdad a la imitación. Para él "una imitación perfecta no es nunca una imitación", porque la imitación "solo es buena hasta el punto donde no es buena". Una imitación perfecta de alguien no puede ser otra cosa que ese alguien, por tanto el imitador debe producir algo diferente a lo imitado.


¿Por qué utiliza Platón metáforas "familiares" cuando ataca la escritura? Platón nos habla de "El Padre del Logos", por ejemplo, y utiliza esta referencia para describir la escritura como algo mal nacido, un hijo bastardo, un parricida y un huérfano. En la Apología, cuando describe la muerte de Sócrates, Platón alude a Sócrates como una expresión del Padre. Para que los escritos que nos han llegado de Sócrates hablen por Sócrates, este había de morir o debíamos habernos transportado a su presencia para poder recibir la verdad que nacía en su interior, de su propio aliento, en una transmisión directa y refrendada por él. Pero hemos de atenernos al juego infinito de lo que la tradición ha tejido en torno a su figura y disputar la pureza del mesaje que nos ha sido legado (¿un testamento?)
Las distinciones que Platón hace en este pasaje que parten del par habla/escritura y son consideradas equivalentes a las existentes entre seriedad y juego, las vemos evolucionar con el transcurso del texto. En el Fedro, Derrida nos muestra cómo Platón identifica el habla con una forma de escritura, lo que da pie a establecer una serie de distinciones entre distintas formas de escritura y al final nos encontramos con la imposibilidad de administrar coherentemente el dominio del logos: en última instancia Platón se ve forzado a utilizar metáforas o imágenes tomadas del dominio de los mitos; es decir, Platón se ve obligado a administrase a sí mismo una dosis de fármacon.
La buena y la mala escritura conducen a Derrida, por su relación con cosas tales como el esperma, líquido, agua u homosexualidad, a proponernos uno de sus enunciados más crípticos: que la diferencia y la diferenciación solo es posible, solo es pensable, dentro del dominio de la escritura, del mythos, del fármacon. ¿Por qué del fármacon? ¿Por qué no es posible la diferenciación dentro del dominio del logos?¿Qué es, pues anterior, el mythos o el logos, el habla o la escritura?


Al considerar las alusiones de Platón al juego, Derrida nos emplaza ante una irritante paradoja: el hecho de que mientras Platón condena el juego y la escritura, expresa esta condena mediante la escritura. Es más, Platón ilustra con frecuencia sus afirmaciones mediante referencias a las letras del alfabeto. Derrida analiza algunos pasajes de la República y del Timeo, y se fija en un texto en el que Platon trata de explicar el origen del universo. Para ello Platón se ve obligado a considerar una tercera clase de cosas, una tercera forma de realidad. En adición a patrones e imitaciones de patrones, las formas sobre las que había discutido anteriormente, habría de haber un receptáculo o espacio en el cual las imitaciones de los patrones pudiesen tener lugar. Con toda certeza cabe atribuir a este receptáculo el género femenino y establecer un nexo con la Madre, aunque las potencialidades de este espacio hembra parecen severamente limitadas.
Estamos hablando, claro está, de la Khôra, pero si intentamos definir la Khôra, especificar sus cualidades tal vez estaríamos destruyendo su naturaleza esencialmente indecible (razón por la cual el propio Derrida evita caer en la tentación de la concreción). Simplemente recojamos las palabras del propio Derrida:
"khôra no es ni del orden del eidos, ni del orden de los mimemas, de las imágenes del  eidos, que se imprimen en ella -de modo que no es, no pertenece a los dos géneros de ser conocidos o reconocidos. No es y ese no-ser no puede más que anunciarse, es decir no se deja aprehender o concebir, a través de los esquemas antropomórficos del recibir o del dar"[6]
Khôra rompe la polaridad sentido-metafórico/sentido-propio con lo que se abstrae de la oposición entre mythos y logos. La lógica de la Khôra pertenece a la especie del pensamiento mítico?: "¿Es aún mythos el logos “bastardo” que se regla sobre ella?"[7]
Derrida nos lleva del Timeo a otro pasaje, este del Philebo, en el cual la invención de Zeuz es descrita como una bendición para la humanidad. Y en este punto nos lleva al Sofista para aclarar esta aserción.
La temática del Sofista se centra en la naturaleza del sofista intentando aclarar qué es un sofista y qué es lo que sabe un sofista. ¿Cómo es posible derrotar a un sofista mediante argumentación y cómo es posible evitar que un filósofo honesto pueda caer en contradicción en su confrontación con el sofista? En busca de las respuestas a estas cuestiones, los personajes de Platón analizan diversas materias: la naturaleza o estatus de la falsedad, la apariencia y la imitación; la cuestión de si es posible o no hablar de cosas que no existen; y cosas similares. Deciden que no es posible derrotar a los sofistas si no es desprendiéndose de un argumento heredado de uno de sus referentes filosóficos, Parménides. Aquí es donde Derrida toma la palabra, porque quien decide esta maniobra argumental no es Sócrates, sino otro personaje, el Extranjero. Pero, el extranjero sigue expresando la opinión de Platón. Nos encontramos nuevamente ante un asalto, de carácter parricida, que permitirá la superación de la barrera sofística.
Todo esto refuerza la idea que Derrida tiene de que la diferenciación, la distinción y el discurso solo tienen cabida dentro del dominio de la escritura, que es, naturalmente, el dominio del fármacon. "La condición esencial del discurso, verdadero o falso, es el principio diacrítico de la symploke"[8]
Derrida termina este ensayo ofreciéndonos algunas de sus sentencias, entre las cuales es inevitable dar relevancia a la de "la no-verdad es la verdad". Vemos a Platón en la farmacia intentando aislar el bien del mal, lo verdadero de lo falso, pero sabemos que su empeño está destinado al fracaso. Pero nosotros preferimos terminar este análisis del texto mediante un ejercicio de intertextualidad intraderridiano y traer un pasaje de la Khôra que expresa a la perfección todo lo aquí transcrito:
"La lógica filosófica llega a sí misma cuando el concepto se despierta de su sueño mitológico. Sueño y despertar, puesto que el acontecimiento consiste en un simple develamiento: explicitación y toma de conciencia de un filosofema encerrado en su potencia virtual. El mitema no habría sido más que un pre-filosofema ofrecido y prometido a su Aufhebung dialéctica. Este futuro anterior teleológico parece el tiempo de un relato, pero es un relato de la salida fuera del relato. Marca el fin de la ficción narrativa."

BIBLIOGRAFÍA

  • Alliez, É.: "Ontología y logografía. La farmacia, Platón y el simulacro"
  • Derrida, J.: “Cierta posibilidad imposible de decir el acontecimiento”, en AA.VV.:
  • Derrida, J.: De la Gramatología
  • Derrida, J.: Khôra. Buenos Aires/Madrid, Amorortu, 2011.
  • Derrida, J.: La Escritura y la Diferencia
  • Derrida, J.: “La farmacia de Platón”, en La diseminación. Trad. de J. Martín. Madrid, Fundamentos, 1997, 7ª ed.
  • Derrida, J.: “Nos-otros griegos", en Cassin, B. (ed.): Nuestros griegos y sus modernos. Trad. de I. Agoff. Buenos Aires, Manantial, 1994.
  • Derrida, J. ¡Palabra! Instantáneas filosóficas. Trad. de C. de Peretti y P. Vidarte. Madrid, Trotta, 2001.
  • Derrida, J. Posiciones. Trad. de M. Arranz. Valencia, Pretextos, 1977. Madrid, Editora Nacional, 2002 - http:www.jacquesderrida.com.ar
  • Lamorgia, O. Entre logos y graphé... La inscritura
  • Peñalver, P.: La desconstrucción. Escritura y filosofía. Barcelona, Montesinos, 1990.
  • Peretti, C.: Jacques Derrida: Texto y deconstrucción. Barcelona, Anthropos, 1989.
  • Platón: Fedro. Madrid, Gredos.
  • Platón: Timeo. Madrid, Gredos.
  • Powell, J.: Derrida para principiantes. Buenos Aires, Era Naciente, 1997.
  • Quevedo, A. Logocentrismo o metafísica de la presencia
  • Wolff, F.: "Trios. Deleuze, Derrida, Foucault,  historiadores del platonismo"

NOTAS

  1. Derrida, J.: La Farmacia de Platón, en La Diseminación. Madrid, Espiral, 1997; p. 99
  2. Quevedo, A.: Derrida. En De Foucault a Derrida. Pasando fugazmente por Deleuze y Guattari, Lyotard, Braudrillard. Navarra, Universidad de Navarra, 2001.
    http://www.jacquesDerrida.com.ar/comentarios/quevedo.htm: 2. Logocentrismo o Metafísica de la Presencia.
  3. Derrida, J.: La Farmacia de Platón, en La Diseminación. Madrid, Espiral, 1997; p. 138
  4. Derrida, J.: La Farmacia de Platón, en La Diseminación. Madrid, Espiral, 1997; pp. 162-163
  5. Wolff, F.: Trios. Deleuze, Derrida, Foucalut, historiadores del platonismo. En Cassin, B. (ed.): Nuestros griegos y sus modernos. Buenos Aires, Manantial, 1994, p.177
  6. Derrida, J.: Kôra. Alción Editora, Córdoba, Argentina, 1995. Edición digital de Derrida en castellano
    (http://www.jacquesDerrida.com.ar/) p. 5
  7. Ibid.; p. 3
  8. Derrida, J.: La Farmacia de Platón, en La Diseminación. Madrid, Espiral, 1997; p. 253
  9. Derrida, J.: Kôra. Alción Editora, Córdoba, Argentina, 1995. Edición digital de Derrida en castellano
    (http://www.jacquesDerrida.com.ar/) p. 8

El Placer del Texto, de Roland Barthes, desde la perspectiva hermenéutica de Gadamer

Gonzalo Martín, 2011 - @Gadabarthes, 2013


Adentrarnos con la disposición de la hermenéutica gadameriana en un texto de Barthes puede derivar en experiencia de la paradoja misma, aunque se trate de una paradoja vivificante y tremendamente luminosa como toda colisión de contrarios. Son muchos los puntos en común de la hermenéutica dialéctica y el pensamiento barthesiano, pero las divergencias hacen que en el momento decisivo, aquél en el que se experimentaría aquella anagnórisis catalizadora de la fusión de horizontes, el otro, el autor, se habrá desvanecido y estaremos ante un escenario de puro lenguaje. El lenguaje no será intermediario sino protagonista de la comunicación y será su impersonalidad potencial la que asuma el papel creativo sin que el autor pueda reclamar sobre sí atención alguna. La fusión de horizontes habrá dado paso a la fusión de textos en la intertextualidad y habrá sido este hecho el objetivo de la interpretación. En la lectura gadameriana de El placer del texto, Barthes habría desaparecido por completo como teórico para que pudiésemos encontrarnos con él como contenido textual a la espera de una trama intersubjetiva en la que pudiese expresarse como urdimbre. De que predomine la teoría desplegada en él por Barthes o el análisis desde el pensamiento de Gadamer se sucederá un hallarse disuelto en un nuevo espacio significativo en el que algunos nodos clave han tenido que ser reposicionados, o una experiencia de significado que condicionará sucesivas lecturas de otros textos.
La lectura gadameriana de un texto se aproxima a la más natural de las formas de lectura si entendemos como tal aquella en la que los significados no son otros que los que van siendo revelados progresivamente, es decir a la literatura narrativa. La lectura de una novela logra el efecto de apropiarse del lector, incluyendo sus emociones y actitud intelectiva, llevándole a posiciones virtualmente distantes de sus propios planteamientos existenciales, y el universo resultante es una conjunción de la naturaleza del lector y del acontecer en el que se ve arrojado. El significado del texto se adueña del intérprete.

En aparente oposición a esta forma de lectura, Barthes se expresa en El placer del texto mediante una sucesión de aforismos que envuelven determinados elementos clave de su pensamiento sin intentar establecer una concatenación lógica, a la manera del Tractatus wittgensteiniano, sino dejando que el flujo del lenguaje sirva para vehicular las ideas de modo que al lector no le quepa proceder ante semejante difuminación derrideana del texto sino culminando la deconstrucción sugerida, hasta hacerse con los elementos de juicio que pudieran emerger. Una «ilusión referencial» hace que el referente inscrito en lo contado parezca hablarnos, pero esto ocurre sólo aparentemente.
[...] el texto (ocurre lo mismo con la voz que canta) no puede arrancarme sino un juicio no adjetivo: ¡es esto! Y todavía más: ¡es esto para mi! Este para mi no es subjetivo ni existencial sino nietszcheano ("... en el fondo es siempre la misma cuestión: ¿Que significa esto para mí…?")

La hermenéutica filosófica se encuentra, entonces, ante un laberinto promovido por ella misma salvo en el punto en que Barthes no ofrece salida al mismo. Gadamer sabe de la pluralidad de significados del texto y esto aparece con claridad en El placer del texto en su propia factura, pues impide una lectura lineal y unívoca. Pero Gadamer nos invita a realizar esos recorridos y considerarlos recorridos conceptuales que pasarán a ser propios y, además, siempre esperará dar con una verdad que se dará en el aquí y ahora de la interpretación y que será un lugar de encuentro. Barthes no invita a otra cosa que a la conciencia del propio recorrido. Desarrolla su teoría de la pluralidad textual mostrando cómo el significado deviene polisemia tras una integración del lector y de la lectura; integración que desborda toda estructura implícita en el texto y se sitúa en el plano de la actividad reestructuradora en sí misma. Barthes nos remite a Flaubert para experimentar esta forma de distanciamiento que preconiza en el uso del lenguaje.
Flaubert: una manera de cortar, de agujerear el discurso sin volverlo insensato.

Pero Gadamer nos remitirá a la tradición, a la historia, que se habrá encargado de contextualizar estos discursos para indicarnos un componente esencial de la significación. Es la comunidad lingüística y la tradición la que determina para Gadamer el significado del texto, pero ha de ser receptiva a toda innovación. Barthes cree, en cambio, que es esa historicidad que habita y es habitada por la conciencia humana, la que destruye las expectativas de entendimiento; es más, del enfrentamiento entre tradiciones e innovaciones, plasmado en el lenguaje en forma de sociolectos rivalizantes, escenifica los mecanismos del poder y de su rechazo. Doxa y episteme se enfrentan en los intersticios del texto, pero Barthes intentará asentarse en el grado cero, que no es una equidistancia sino, tal vez, una sublimación de la ambigüedad. El encuentro entre Gadamer y Barthes se torna absoluto desencuentro en este punto:
... Cada pueblo posee un universo de conceptos matemáticamente repartidos, y bajo la exigencia de la verdad, comprende que desde allí en adelante todo dios conceptual debe sólo ser buscado en su esfera" (Nietzsche): estamos todos capturados en la verdad de los lenguajes, es decir, en su regionalidad, arrastrados en la formidable rivalidad que reglamenta su vecindad.

Sería necesario interrogar al texto con mayor predisposición a dominar el vértigo mediante el encadenamiento de ideas, cuando todas vienen presentadas en el mismo plano y no subordinadas, para que Gadamer no se sintiese desplazado de antemano en una forma de vivencia del texto cercana al solipsismo, al puro goce (que puede ser una forma del sufrimiento -¿por qué no?-:
[...] un asíndeton generalizado se apodera de toda la enunciación de manera que ese discurso tan legible es, clandestinamente, uno de los más enloquecidos que se pueda imaginar: la pequeña moneda lógica está en los intersticios.

Entonces la respuesta del texto viene envuelta en la ambigüedad que pese a todo no se opone a que en la práctica significante el hermeneuta pueda captar la vibración de algún significado monádico apuntando a otros. Y si la función mimética del lenguaje pervive es porque el efecto referencial es, en su esencia, simple convención acrítica. La lectura es por su capacidad resemantizadora un acto de producción por el cual el lector consigue que el texto hable. Para Gadamer este acto es una forma de diálogo pero Barthes no ve diálogo, sólo iluminación creadora.
He aquí un estado muy sutil, casi insostenible del discurso: la narratividad está descontruida y sin embargo la historia sigue siendo legible: nunca los dos bordes de la fisura han sido sostenidos más netamente, nunca el placer ha sido mejor ofrecido al lector –en tanto existe el gusto de las rupturas vigiladas, de los conformismos enmascarados y de las destrucciones indirectas, y aunque aquí el logro pueda ser remitido a un autor, se añade un placer de performance: la proeza es mantener la mimesis del lenguaje (el lenguaje imitándose a sí mismo), fuente de grandes placeres, de una manera tan radicalmente ambigua (ambigua hasta la raíz) que el texto no cae nunca bajo la buena conciencia (y la mala fe) de la parodia (de la risa castradora, de lo "cómico que hace reír").

Barthes distingue entre texto de placer y texto de goce. El placer es capaz de colmar un deseo, no es rupturista, se aviene a su cultura de referencia, es el texto confortable. El goce, en cambio, experimenta una pérdida, siente vacilar los fundamentos históricos, psicológicos, y culturales del lector. Se puede participar del hedonismo de una cultura o abordar su destrucción (es esta una potencialidad del goce). Se trata de oponer la consistencia del yo a la pérdida de ese yo, y esto puede uno mismo experimentarlo a costa de una diéresis del ser.
¿Será el placer un goce reducido? ¿Será el goce un placer intenso? ¿Será el placer nada más que un goce debilitado, aceptado y desviado a través de un escalonamiento de conciliaciones? ¿Será el goce un placer brutal, inmediato (sin mediación)? De la respuesta (sí o no) depende la manera en que narraremos la historia de nuestra modernidad. Pues si digo que entre el placer y el goce no hay más que una diferencia de grado digo también que la historia ha sido pacificada: el texto de goce no sería más que el desarrollo lógico orgánico, histórico, del texto de placer, la vanguardia es la forma progresiva, emancipada, de la cultura pasada: el hoy sale del ayer, Robbe–Grillet está ya en Flaubert, Sollers, en Rabelais, todo Nicolás de Stael en dos centímetros cuadrados de Cézanne. Pero si por el contrario creo que el placer y el goce son fuerzas paralelas que no pueden encontrarse y que entre ellas hay algo más que un combate, una incomunicación, entonces tengo que pensar que la historia, nuestra historia, no es pacífica, ni siquiera tal vez inteligente y que el texto de goce surge en ella siempre bajo la forma de un escándalo (de una falta de equilibrio), que es siempre la traza de un corte, de una afirmación (y no de un desarrollo) y que el sujeto de esta historia (ese sujeto que soy entre otros) lejos de poder apaciguarse llevando frontalmente el gusto de obras antiguas y el sostén de obras modernas en un bello movimiento dialéctico de síntesis, es una "contradicción viviente": un sujeto dividido que goza simultáneamente a través del texto de la consistencia de su yo y de su caída.

El goce y el placer encarnan la ambigüedad en la que se mueve el pensamiento de Barthes. El placer tiende a una satisfacción en tanto que el goce culmina con su desaparición; es éste su efecto final. El goce es asocial, disipativo y se desenvuelve en un imaginaro, mientras el placer se aferra a la realidad. Aunque pueda parecerlo, la diferencia entre placer y goce no es de grado por la misma complejidad por la cual la Historia no es dialéctica, su progresión es en cierto sentido espasmódica. La historia, como el goce no respeta un logos y se somete al imperativo del poder.
Los sistemas ideológicos son ficciones (espectros de teatro, hubiese dicho Bacon), novelas –pero novelas clásicas provistas de intrigas, de crisis, de personajes buenos y malos (lo novelesco es otra cosa: un simple corte no estructurado, una diseminación de formas: el maya). Cada ficción está sostenida por un habla social, un sociolecto con el que se identifica: la ficción es ese grado de consistencia en donde se alcanza un lenguaje cuando se ha cristalizado excepcionalmente y encuentra una clase sacerdotal (oficiantes, intelectuales, artistas) para hablarlo comúnmente y difundirlo.

La significancia (el goce) como práctica efectiva de significado, llevada a sus últimas consecuencias como representación posible de la realidad social, conduce a cuestionarse la aceptación o rechazo del orden imperante: una sociedad de clases basada en los elementos substanciales de la cultura burguesa enfrentada a una utopía, a una cultura radicalmente diferente, imprevisible en su formato causativo cuando hubiese lugar. Eso sí, cualquiera que fuese el lugar de lo nuevo su destino al cabo sería convertirse en nuevo lugar común.
Pues cada habla (cada ficción) combate por su hegemonía y cuando obtiene el poder se extiende en lo corriente y lo cotidiano volviéndose doxa, naturaleza: es el habla pretendidamente apolítica de los hombres políticos, de los agentes del Estado, de la prensa, de la radio, de la televisión, incluso el de la conversación; pero fuera del poder, contra él, la rivalidad renace, las hablas se fraccionan, luchan entre ellas. Una despiadada tópica regula la vida del lenguaje; el lenguaje proviene siempre desde algún lugar: es un topos guerrero.

El lugar del texto es la atopía, una atopía profundamente adaptativa. El desbordamiento que experimenta en él el sistema es significancia. Cualquier contradicción tiene cabida por antitética que pueda parecer respecto de las posiciones que uno cree asumir como su-participar-en-el-mundo. Se crea una tensión a la vez productiva y a la vez contemplativa y aquí la locura parace afincada en la raíz de todos los conflictos. La pugna es por la supremacía en la designación de los procesos y en la marcación del otro. Ahí se establece el dominio narratológico de la ideología.
El mundo del lenguaje (la logosfera) era representado como un inmenso y perpetuo conflicto de paranoias. Sólo sobreviven los sistemas (las ficciones, las hablas) suficientemente creadoras para producir una última figura, aquella que marca al adversario bajo un vocablo a medias científico, a medias ético, especie de torniquete que permite simultáneamente constatar, explicar, condenar, vomitar, recuperar al enemigo, en una palabra: hacerle pagar. Entre otras, puede decirse de ciertas vulgatas: del habla marxista, para quien toda oposición es de clase; del habla psicoanalítica, para quien toda denegación es una confesión; del habla cristiana, para quien todo rechazo es demanda, etc. Fue sorprendente que el lenguaje del poder capitalista no comprendiese a primera vista tal figura de sistema (de la más baja especie en tanto los oponentes no eran dichos más que "intoxicados", "teleguiados", etc.); es comprensible entonces que la presión del lenguaje capitalista (proporcionalmente más fuerte) no sea del orden paranoico, sistemático, argumentativo, articulado: es un envenenamiento implacable, una doxa, una forma de inconsciente: en resumen, la ideología en su esencia.

El esfuerzo supremo que Barthes exige al texto para presentarse desde un grado cero, es el mismo que se precisa para entender la historia como metahistoria y para entender el discurso político como forma de dominación, como retórica. El texto barthesiano es un metatexto que sólo aparentemente está constituido, pero cuya estado de significancia siempre queda apuntando a un futuro, a toda relectura. El signo obtiene su significado de un sistema de diferencias que se establace mediante una práctica. El texto es el lugar de la interpretación caracterizado por una inestabilidad metodológica; en esta situación Gadamer se encuentra con Barthes para reivindicar la pluralidad del significado pero, en su caso, entendida como horizonte donde el intérprete se encontrará habitado por el texto. No así Barthes, que se verá abocado a una permanente reedición en lo nuevo, donde se encontrará no con una fusión de horizontes sino con un horizonte de fusión proporcionado por todas las lecturas dialécticas del texto, agitándolo en una nueva pero continuada significancia.
¿Cómo el texto puede "salir" de la guerra de las ficciones, de los sociolectos? Por un trabajo progresivo de extenuación. En primer lugar el texto liquida todo meta–lenguaje y es por esto que es texto: ninguna voz (Ciencia, Causa, Institución) está detrás de lo que él dice. Seguidamente, el texto destruye hasta el fin, hasta la contradicción, su propia categoría discursiva, su referencia socio–lingüística (su "género"): es "lo cómico que no hace reír", la ironía que no sujeta, el júbilo sin alma, sin mística (Sarduy), la cita sin comillas. Por último, el texto puede, si lo desea, atacar las estructuras canónicas de la lengua misma (Sollers): el léxico (exuberantes neologismos, palabras–multiplicadoras, transliteraciones), la sintaxis (no más célula lógica ni frase). Se trata, por trasmutación (y no solamente por transformación), de hacer aparecer un nuevo estado filosofal de la materia del lenguaje; este estado insólito, este metal incandescente fuera del origen y de la comunicación es entonces parte del lenguaje y no un lenguaje, aunque fuese excéntrico, doblado, ironizado.

La significancia de un texto de placer es desbordamiento moral, es escisión, indefinición ideológica. En el texto de placer las fuerzas contrarias coexisten: “nada es antagonista, todo es plural”. Nos dice Barthes que el conflicto siempre está codificado, la agresión, la violencia son simples tópicos del lenguaje. La subversión es pues un rechazo de toda violencia pues con esto lo que se rechaza es el código que la impone y esta sí que constitye una verdadera subversion de valores, es la negacion de toda imposición. “La dialéctica no hace más que ligar posibilidades sucesivas.” Pero para abolir un sistema de valores sería preciso "pecar" de imprecisión, porque incluso el goce, una vez dicho, está abocado a convertirse en doctrina.
El límite subversivo puede parecer privilegiado porque es el de la violencia, pero no es la violencia la que impresiona al placer, la destrucción no le interesa, lo que quiere es el lugar de una pérdida, es la fisura, la ruptura, la deflación, el fading que se apodera del sujeto en el centro del goce.

Se nos hace imprescindible abrir, en este punto, un camino de interpretación de la historia efectual y nuevamente Gadamer nos ayuda a imponer un diálogo en el seno de la dispersión a la que nos ha arrastrado Barthes: la conciencia hermenéutica no es una mera conciencia de la alteridad del pasado, nos es más apremiante percibir los efectos de la historia en nosotros y sabernos historia en el devenir. Gadamer enfrenta al texto con la historia, pero uno y otro se prestan interpretabilidad mutua aún en los puntos de colisión de ambos horizontes. El horizonte de verdad de toda interpretación emerge de la interdependencia comprensiva de texto e intérprete. Comprender no es pues reproducir algo pasado, sino comunicabilidad y apertura a todo tipo de interrogaciones.
Nietzsche ha hecho notar que la "verdad" no era más que la solidificación de antiguas metáforas. En ese sentido, el estereotipo es la vida actual de la "verdad", el rasgo palpable que hace transitar el ornamento inventado hacia la forma canónica, constrictiva, del significado

El lenguaje se nos presenta preso de unos imaginarios en los que es inevitable incurrir. La palabra es la mónada que encierra unidades de significado; el lenguaje es el pensamiento en acto; la escritura un nuevo espacio para la palabra; y la propia ausencia de lenguaje también constituye una fuerza primaria que es capaz de producir efectos. El texto es una forma de complejidad en la que todo ello está presente y donde se relacionan atrapando significados que a su vez atrapan al sujeto y que a su vez son el sujeto convertido en red de significados.
Texto quiere decir Tejido, pero si hasta aquí se ha tomado este tejido como un producto, un velo detrás del cual se encuentra más o menos oculto el sentido (la verdad), nosotros acentuamos ahora la idea generativa de que el texto se hace, se trabaja a través de un entrelazado perpetuo; perdido en ese tejido –esa textura– el sujeto se deshace en él como una araña que se disuelve en las segregaciones constructivas de su tela. Si amásemos los neologismos podríamos definir la teoría del texto como una hifologia (hifos: es el tejido y la tela de la araña).

La significancia es el sentido en cuanto es producido sensualmente, pero esa sensualidad no estriba en una materilización como placer, no aspira a una consumación. En el texto interaccionan significados de los que no necesariamente participa la realidad. Es más, mientras la realidad continúa inmersa en su propia dinámica de procesos que generan ingentes cantidades de signos y de ocultaciones, el texto ofrece un espacio de suspensión espacio-temporal donde una topología similar se presta a sus propios movimientos de semantización. Hay un lenguaje encrático que responde a las expectativas del poder y no deja de ser continua repetición de significados que anulan la tendencia implícita a mutar, sin siquiera saber el efecto de tal mutación ni, por supuesto, su significado. El estereotipo se impone como horma de toda interpretación  ideológicamente satisfecha. La elección política detiene el lenguaje en un espacio de goce prefigurado, pero una fuerza gravitacional hace que este lenguaje llegue a resultar pesadamente improductivo.
Pensamos con Barthes, que la historia y la cultura, procediendo de una reserva semántica inagotable e inapropiable, poseen la capacidad de hacer inteligible nuestro propio tiempo, inteligiblidad que emana precisamente de la controversia y de la pluralidad que indefectiblemente inspiran. La hermenéutica filosófica, no obstante, nos abrirá siempre un espacio de comprensión que es equivalente a un estado inestimable de consenso.

BIBLIOGRAFÍA

BARTHES, Roland. El Placer del Texto. Décima edición. Madrid: Siglo XXI, 1993.
_________ Mitologías. Decimosegunda edición. Madrid: Siglo XXI, 1999.
_________ Roland Barthes por Roland Barthes. Barcelona: Kairos, 2004.
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GADAMER, H-G. Verdad y Método I. Salamanca: Sígueme, 1997.
_________ Verdad y Método II. Salamanca: Sigueme, 1992.
_________ Arte y Verdad de la Palabra. Barcelona: Paidós, 1998.
GRONDIN, Jean. ¿Qué es la hermenéutica? Barcelona: Herder, 2008.
LÓPEZ SÁENZ, Mª Carmen. La filosofía hermenéutica del texto y su verdad. En PENAS, A. y GONZÁLEZ, R. (coords.) Estudios sobre el texto. Nuevos enfoques y propuestas. Oxford: Peter Lang, 2009, pp. 17-39.
_________ Interpretar o deconstruir. Gadamer o Derrida. Analogía. Revista de filosofía de Zulia, 2000, 2, pp. 101-133.
_________ Roland Barthes a la luz de la filosofía hermenéutica. Estudios filosóficos 1997, 131, pp. 39-64.

La Filosofía Hermenéutica de Hans-Georg Gadamer

Gonzalo Martín, 2011 - @Gadabarthes, 2013


La aproximación a Heidegger nos remite a tres círculos sobre los que se centra el interés de su filosofía, el círculo ontológico, que define la naturaleza circular de la existencia humana, el círculo hermenéutico, que describe la naturaleza circular de la comprensión humana y el círculo estratégico que es el que aplica la circularidad hermenéutica a la cuestión sobre el significado de la existencia humana. Para Heidegger, análogamente, la estructura de la comprensión se configura sobre tres componentes: Vorhabe (presuposición o presupuesto), Vorsicht (previsión o manera previa de ver), y Vorgriff (preconcepción o repertorio conceptual). Vorhabe se refiere al acto de poseer previamente algo, la idea holística del fenómeno bajo investigación que incluiría el sistema al cual el fenómeno pertenece. Es algo así como como la posesión de una idea de conjunto del fenómeno. Podemos representar gráficamente la perspectiva Vorhabe mediante el círculo exterior de la figura siguiente.

Vorsicht se refiere al acto de ver anticipadamente el esquema general del fenómeno investigado. Gráficamente se puede representar esta perspectiva mediante el círculo interior de la figura precedente. La diferencia entre Vorhabe y Vorsicht radica en la amplitud del foco. Mientras Vorhabe se refiere al fenómeno y el sistema que lo circunscribe, Vorsicht se aplica al fenómeno en sí. Por último, Vorgriff es el acto de tener de antemano un sistema articulado de conceptos que resulta necesario y útil para capturar los detalles bajo los que se manifiesta el fenómeno en cuestión.
Gadamer desarrolla el legado de Heidegger otorgando al texto una capacidad de interpelación, por la que éste deja de ser mero objeto para obrar una comunicabilidad que es inherente al sujeto; un sujeto lingüísticamente articulado, en su presencia y en su continuidad transpersonal y transhistórica. Frente a Dilthey, Gadamer asume como principio la pretensión de verdad de todo texto. El texto deviene un puntero en una matriz de posibilidades interpretativas que tienden, asintóticamente, a él. La fusión de horizontes se produce cuando en la búsqueda del sentido, “partiendo de una condición común de dependencia de la verdad y de una aspiración a contrastarla y ampliarla”, la interlocución se produce. Esto es lo que progresivamente, conforme se materializan encuentros textualizados en el marco de una culturalidad, va configurando el sentido del mundo. El lenguaje es, pues, una dinámica en la que estamos inmersos. Forma parte del proceso hermenéutico que somos, y es nuestro medio. El lenguaje integra nuestra acción dialéctica en el mundo. Pensamos desde el lenguaje y gracias a él descubrimos la intersubjetividad de toda realidad, incluida la del propio sujeto:
«estar-en-conversación significa salir de sí mismo, pensar con el otro y volver sobre si mismo como otro».
Por la interpretación se cosifican hechos conjugando aflujos de información. La interpretación que emerge de un texto pasa a formar parte de él en su meta-ser y esto constituye un proceso hermenéutico, según la concepción gadameriana, cuando, además, se encuentra en él alguna verdad, o mejor alguna pretensión de verdad que resulte a su vez verosímil, que contribuya a ampliar la nuestra. La verdad hermenéutica es pues un acontecimiento subjetivo-objetivo arrastrado por su propia historicidad.
Toda práctica humana puede considerarse "texto", en sentido amplio, es decir, objeto susceptible de interpretación.
Tres niveles de sentido encierran los objetos interpretables:
  • nivel semántico, (el qué o contenido): como significado inmediatamente dado;
  • nivel sintáctico, (el cómo o el soporte material): como significación mediada; y
  • nivel pragmático, (lo que quiere decirnos): como antropológica e intersubjetivamente entendido.
Para Gadamer el nivel semántico, dialécticamente mediado por los otros, rige la instanciabilidad del texto. El "texto" cobra vida metabolizando nuevas significaciones que le son proveídas por agentes históricamente condicionados. Estos agentes, o intérpretes, participan de la trama textual urdida por el autor proyectando sus propios ser-en-el-mundo sobre los inagotables «estar-en-el-mundo» que el texto invoca.
Gadamer propone una verdad latente, siempre relativa, que vive en las interpretaciones del texto inter-penetradas, y en dependencia tensoactiva de unos patrones en él radicados. El éxito de la interpelación del texto se percibe en la transformación de nuestra realidad concreta que se ha dejado perfundir, por el texto y por la tradición generada por él, en aquello que Gadamer ha denominado fusión de horizontes. Una materia inanimada se sitúa, de este modo, en el punto de engarce de una circularidad hermenéutica que promueve nuevas derivaciones del texto original. La totalidad, a su vez, se convierte en instancia validadora de toda nueva y vieja significación atribuida al universo interpretativo engendrado. Estamos en una circularidad ontológica, en la cual el Dasein en su finitud no puede sino recorrer una geografía comprensiva en continuo cambio. La historicidad de ser y texto obran conjunta y evolutivamente configurando, pues, una unidad distribuida de sentido.
Gadamer otorga al interpretandum una primacía como signo de verdad que se funda en la anticipación heurística de la perfección. En la precomprensión del texto, al que Gadamer denomina "texto eminente", está incluida esa anticipación de la perfección, y eso le torna vector de verdad que admite y exige interpretación. La escritura, como objeto emancipado del autor, comporta el imperativo hermenéutico, porque su aparente fijación de un espacio de verdad es el desencadenante de una anamorfosis veritativa que, no obstante, siempre referirá la verdad originaria.
López Sáenz coincide con H. Albert en su crítica de la hermenéutica por su aproximación marcadamente filológica a toda realidad que ha de entenderse previa o substancialmente textualizada. «La experiencia hermenéutica está entretejida en la realidad general de la praxis humana, donde la comprensión va incluida en la escritura esencialmente, pero sólo de modo secundario. Llega tan lejos como el talante dialogal de los seres humanos». En Gadamer, la hermenéutica conserva sus planteamientos fenomenologistas pero intenta apartarse del psicologismo para enfrentarse al texto eminente, dispuesto a que éste se imprima en el palimpsesto de la racionalidad propia donde es asumido, traducido, deconstruido y reconstruido como parte de la propia identidad.