Instrumentalización del concepto de familia y guerra léxica

Para contribuir al debate sobre formas legales y formas racionales de convivencia, sexualidad y procreación, cuelgo en este blog el resumen de un estudio que desde un enfoque lingüístico realicé en 2009. Tal vez sirva para ilustrar el pulso ideológico que se esconde tras esta pugna semántica en la que estamos inmersos y que alcanza cotas de delirio.

Gonzalo Martín, 2009 - @Gadabarthes, 2013

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La familia contemporánea se ha reducido, se ha replegado sobre la pareja. Ha dejado de ser un lugar de producción y ahora asienta sobre la sociedad a modo de escenario de consumo. La familia ya no asegura las funciones de asistencia de la que en otros tiempos se encargaba. Las funciones que conserva como la socialización de los hijos, son compartidas con otras instituciones. En esta representación, la célula familiar parece débil. Otros discursos, por el contrario, le atribuyen una fuerza formidable, en la medida en que se ha hecho refugio, lugar privilegiado de la afectividad. La pareja, y en segundo lugar los hijos, capitalizan todos los sentimientos que no pueden expresarse en una sociedad deshumanizada.

Una forma de desmitificar el discurso acerca de la crisis de la familia es reconociendo que éste no es una novedad, pues a lo largo del siglo XIX el tema es recurrente. En lugar de analizarla en términos de crisis, hay que preguntarse cómo ha vivido la familia las transformaciones económicas, sociales y culturales de los últimos 150 años, cómo ha resistido y cómo ha contribuido. La historia nos ayuda a entender desde la perspectiva sociológica la situación actual y la progresiva adaptación a unos cambios continuos como los que en la actualidad está experimentando. Las relaciones entre la transformación de la familia y las transformaciones de la sociedad, los cambios técnicos, económicos y sociales, ya no pueden ser explicados en términos de modelos simples y únicos. Cada estudio consagrado a la familia en un contexto social y económico particular muestra la variedad de situaciones. El hecho familiar es universal, pero con arreglos muy diversos según las sociedades. Entre las sociedades tradicionalmente estudiadas por los antropólogos y las sociedades contemporáneas no existe una diferencia de grado, sino de naturaleza. En las primeras, el parentesco proporciona lo esencial de las categorías sociales, el marco de las relaciones de producción, de consumo, de poder, etc.; en las segundas, el parentesco tiene la concurrencia de otras instituciones sociales, y sobre todo el Estado. La antropología insiste en la necesidad de estudiar el hecho familiar en el seno de una cultura bien definida, y en sus relaciones con esa cultura.

Según Talcott Parsons los procesos de industrialización segmentan la familia, primero en el aislante de su red de parentesco, luego reduciendo en tamaño el grupo doméstico a una familia conyugal, con un reducido número de hijos. Este grupo ya sólo es una unidad de residencia y de consumo; ha perdido sus funciones de producción, sus funciones políticas y religiosas: comparte sus responsabilidades financieras y educativas con otras instituciones; la función principal que le resta es la de socializar al niño, y sobre todo asegurar el equilibrio psicológico de los adultos. Este grupo doméstico aislado de su parentesco está fundado sobre el “matrimonio” que asocia compañeros que se han elegido libremente; está orientado hacia valores de racionalidad y de eficacia. Los roles convencionales masculinos y femeninos especializados contribuirían al mantenimiento del subsistema familiar tradicional en el seno del sistema social. El padre tiende a conservar, según Parsons, un rol "instrumental", asegurando la relación con la sociedad y como proveedor de los bienes materiales, mientras a la mujer le correspondería, según esa misma teoría, el rol "expresivo" en el interior de la familia. Esta tesis funcionalista sostiene la adecuación de este modelo familiar con las características de la sociedad contemporánea pese a que ambos roles están siendo progresivamente desmontados conforme se produce el avance laboral y profesional de la mujer.

Para Jonh Mogey, en cambio, la mayor parte de las proposiciones de Parsons han sido invalidadas. El aislamiento social de la familia nuclear de su parentesco, no se han producido. Por el contrario, la interacción entre los miembros del grupo de parientes se mantiene en todas las sociedades. Abundantes estudios subrayan el papel activo de la familia en los procesos migratorios, como factor de continuidad y de estabilidad frente a las presiones del nuevo entorno. La familia amortigua los choques con la sociedad industrial proporcionando un marco de adaptación. El parentesco en la sociedad industrial no aparece como una transferencia arcaica de la sociedad rural, señala Tamara Hareven, sino como el desarrollo de las nuevas respuestas a necesidades dictadas por las nuevas condiciones. Sus redes, en el contexto de la industrialización, están engarzadas en un doble espacio, el del origen y el de la llegada.El rol del nepotismo familiar todavía está por dilucidar. Tenemos la tendencia a asociarlo a las clases dominantes, pero ha existido también en la clase obrera, sobre todo en la época en que las condiciones de trabajo eran particularmente penosas.

Cuanto más estable es el grupo más antigua es la residencia; cuanto más débil es la movilidad social y residencial tanto más se multiplican y se superponen las relaciones de parentesco hasta el punto de constituir una sociedad de interconocimiento, como en la aldea o en los barrios antiguos de las ciudades. Debemos preguntarnos acerca de los efectos de las renovaciones urbanas sobre la extensión de las redes de parentesco. En este tipo de comunidad urbana en la que nadie se conoce, el estatus sustituye a la red de conocimientos mutuos. Puesto que uno ya no puede ser identificado por un miembro de su parentesco, el individuo se encuentra identificado por los otros con la ayuda de criterios exteriores: el modo como van vestidos los hijos para ir a la escuela, la marca del automóvil, las aficiones o elementos distintivos de consumo y ocio. Se trata, pues, de una red de parentesco y de sociabilidad funcional, sobre criterios diferentes y no sustituibles entre sí. La importancia de una red de parentesco no se mide solamente por las funciones tangibles que puede cumplir; el parentesco remite a todo un imaginario en acción, y su papel quizá es más importante por esta función latente. El imaginario familiar también es el confortable seguro que en un mundo en el que la familia va mal, la nuestra, en particular, es percibida como que va bien.

La clase media en ascenso social adquiere toda una cultura de ocio desconocida por la clase obrera. Esta sustituye quizá a todas las formas de sociabilidad familiar por las que se desarrollan con la civilización del ocio. Con el trabajo, la familia deja de ser el único polo de atracción de la vida social. La ideología sustentada en torno a la familia nuclear proclama el derecho del individuo a elegir su cónyuge, al igual que el lugar donde quiere vivir y los parientes que quiere tener. La familia nuclear, es portadora de un ideal de democracia y de libertad. Así pues, no nos sorprenderemos de que una imagen positiva y una ideología beligerante en torno a la familia nuclear sean vehiculados por la prensa y la televisión.

En una sociedad de religión y de moral cristiana, el matrimonio está fundado en un derecho que reglamenta la sexualidad. Dentro de un cuadro jurídico-eclesiástico, la institución se inscribe en contexto sociales, económicos y culturales muy variados. El derecho canónico, elaborado en el siglo XII, define el matrimonio como un sacramento indisoluble cuya materia está constituida por el consentimiento mutuo de los esposos. Estos matrimonios que prescindían del consentimiento de los padres eran portadores potenciales de desorden social. Este hecho, y determinados fenómenos económicos y sociales, condujo a los padres a reafirmar su autoridad sobre los hijos para la elección de su cónyuge, con el fin de que el orden social no fuese puesto en peligro. Las clases aristocráticas, las más influyentes sobre el poder eclesiástico y laico, presionaron para obtener nuevas reglamentaciones que afirmasen la autoridad paterna, e hicieron del matrimonio no tanto la unión de dos individuos, sino la alianza de dos parentelas y de dos patrimonios.

Los textos del concilio de Trento y las ordenanzas reales de finales del S XVI y principios del XVII establecieron la doctrina oficial del matrimonio, que permaneció en vigor hasta el S.XIX, teniendo en cuenta las innovaciones que aportaron la Revolución y el Código civil. La mayoría de edad requerida para el matrimonio era entonces de treinta años para los hombres y de veinticinco para las mujeres. Hasta esta edad, los hijos debían solicitar el consentimiento de sus padres; más allá, sólo tenían que pedir su opinión. Hasta el concilio de Trento, el sacerdote sólo era un testigo del compromiso de los esposos; luego se le dio una parte activa en el acto sacramental; debía unir los esposos en matrimonio. En los siglo XVII y XVIII, la naturaleza del matrimonio evoluciona del sacramento al contrato, en parte bajo la influencia de la Reforma que rechazaba el carácter sacramental del matrimonio, y en el S XVIII bajo la influencia de los juristas de la escuela llamada "de derecho natural". Pero el sacramento y el contrato son cosas bien diferentes: uno está vinculado a los efectos civiles, el otro a las gracias de la iglesia: Los dos aspectos se disociarán totalmente con la Revolución que marca el desenlace final de las dos tendencias, exigiéndose una ceremonia civil para dar validez a la ceremonia religiosa.

Desde entonces, la noción y el estatus de familia se han diversificado dando origen al concepto de familia nuclear (dos generaciones) prolongado en el de familia extensa (tres generaciones), pero, además, las relaciones no formalizadas basadas en la convivencia han dado origen a la familia agregada, y las recomposiciones de parejas con hijos procedentes de otras relaciones se configuran como familia ensamblada, mezclada, constituida o mecano. Hay, además familias homoparentales (constituidas por parejas homosexuales), familias monoparentales (presencia de un solo progenitor), familias unipersonales (formadas por una única persona), familias desestructuradas (víctimas de unas malas relaciones), familias de acogida o familias canguro (aceptoras de niños desatendidos), y también existen las familas de adopción (en las que se integran niños que adquieren los derechos de cualquier hijo biológico). A estos modelos relacionales hay que sumar la variedad de expresiones que vienen a glosar las circunstancias y el desenvolvimiento de todos estos grupos sociales internamente y frente al resto de la sociedad.

La familia, pues, constituye una red social fundamental, integrada por un conjunto de sujetos relacionales, anudados por el lenguaje, para construir identidad, competencia, bienestar y capacidad de adaptación frente al mundo. La familia como red opera en la solución de problemas y puede servir como apoyo emocional donde se potencien recursos para mejorar la capacidad de cooperación y colaboración recíproca. Por esta razón, por el peso de la tradición y por las resistencias frente a determinados cambios, en las familias aún existe, con distintos niveles de reformulación, la noción de bienestar ligada a las creencias tradicionales sobre sus roles sociales, las parejas y las pautas de interacción basadas en género, que configuran un espacio central de contención y soporte en la vida de los individuos (es en este sentido en el que sentencia el refranero: “Nada mejor en la vida que una familia unida”). El lenguaje y la identidad social se relacionan de forma muy estrecha y recíproca, asumiendo el lenguaje un papel importante en la definición de la identidad social a través de su uso, mientras que, a la inversa, la identidad influiría también en el uso del lenguaje y en las actitudes hacia la lengua.

La familia como concepto es además reducto de afirmación ideológica y por ello se convierte en sujeto de confrontación denotativa. Rebasando el plano psicosocial, esa interdependencia entre lo social y lo verbal se traduce en una tensión léxica orientada a la expresión satisfactoria de los cambios en el entorno, que debe enfrentar para ello reticencias de todo tipo, entre las cuales destacan las de orden ideológico. Las ambigüedades léxicas se prestan mejor que nada al pulso entre diferentes facciones, permitiendo resaltar  las ideas que se quieren hacer manifiestas y soslayar aquello otro que resulta más difícil justificar mediáticamente.  Veamos en qué términos se desarrolla este proceso adaptativo.

El término familia proviene de famulus, el esclavo y el lugar de los esclavos. En el sentido primitivo familia aludía al conjunto de esclavos y sirvientes que se hallaban bajo la autoridad del pater familias. Aparentemente, nada tiene que ver este significado con el que, tras dilatados y profundos cambios históricos y sociológicos, corresponde a tal palabra, o al menos convencionalmente le es reconocido. Sin embargo, si nos remitimos a la definición que dimos en la introducción, vemos que en esencia el término hace referencia a un conjunto de personas que cohabitan en un espacio propio (bajo el mismo techo), con la peculiaridad de que en su acepción original la persona que ejercía la autoridad tomaba de un subgrupo de individuos a él supeditados en calidad de siervos, el elemento connotativo del nombre: “pater familias”. Estamos ante una sinécdoque que extiende la noción de autoridad sobre los esclavos para referirse a la autoridad sobre todo el grupo de personas a su cargo. El proceso inverso permite derivar del individuo que ejerce la autoridad, el pater familias, el término que hace referencia al conjunto de personas que integran esa comunidad afectivo-económica que es la familia. En esta segunda dirección actúa un mecanismo de restricción de significado, consistente en la adición del rasgo de consanguinidad al grupo humano configurado en torno al pater familias, para circunscribirse al círculo de parentesco en el espacio de convivencia. En este sentido resulta altamente esclarecedor el hecho de que del término latino pater derivan tanto padre como patrón, persistiendo disociadas ambas acepciones del término original; igualmente, de famulus derivan tanto familia como fámulo (criado), es decir, también se ha disociado el término en dos significados inicialmente fusionados. Existe, además, en determinados estratos sociales acomodados, una pervivencia del antiguo concepto, cuando en familias que pueden tener un servicio doméstico (asistenta o criados) residente en la misma casa, consideran éste como parte de la familia.

El fundamento de la familia es, según determinadas concepciones muy arraigadas, el matrimonio. La palabra matrimonio, como denominación de la institución social y jurídica que designa a las parejas reconocidas legalmente, deriva del Derecho Romano. El origen etimológico del término es la expresión "matri-monium", es decir, el derecho que adquiere la mujer que lo contrae para poder ser madre dentro de la legalidad. La concepción romana tiene su fundamento en la idea de que la posibilidad que la naturaleza da a la mujer de ser madre quedaba subordinada a la exigencia de un marido al que ella quedaría sujeta al salir de la tutela de su padre y de que sus hijos tendrían así un padre legítimo al que estarían sometidos hasta su plena capacidad legal: es la figura del pater familias al que aludíamos al principio de este análisis. Como veremos más adelante el término matrimonio es uno de los que más encendidos debates ha protagonizado recientemente. Los otros, más estables en el tiempo y también de mayor virulencia, son los que rodean a la regulación jurídica del aborto, el divorcio y la eutanasia.

Resulta evidente que ha habido un cambio en la conceptualización de la estructura social mínima con reconocimiento jurídico o comunitario. La convención más generalizada llega en nuestros días hasta admitir la acepción de célula funcional, que corresponde al grupo social mínimo basado en lazos de consanguinidad y parentesco; pero esto también está sujeto a profundos y revolucionarios cambios que no son aceptados por todos ni entendidos de la misma manera. En este contexto surge la llamada crisis de la familia, que responde a dos planteamientos: uno de ellos es de carácter sociológico y no es sino la constatación del vertiginoso proceso de cambio al que está sujeta la estructura familiar y todos los lazos e interacciones que en ella se dan; en tanto que el otro planteamiento consiste en una polémica, alentada desde los sectores más conservadores y de inspiración religiosa, que alerta sobre los peligros que acechan a la sociedad si se consuman y legitiman algunos de los cambios más trascendentes en los que la institución familiar está envuelta. Leemos lo siguiente en la web SOS Familia:
¿Qué modelo familiar espera Vd. para sus hijos y nietos?¡Nunca como ahora la institución de la familia necesitó tanto de Vd.! De todos lados, bajo todos los aspectos y formas, la familia está siendo presionada por corrientes de pensamiento, leyes, modelos de vida y de comportamiento que parecen querer deformarla o destruirla completamente. ¡Hasta la vida humana nunca fue tan despreciada como en nuestros días! En este momento crucial, en que la institución base de nuestra sociedad parece zozobrar, es necesario dar la señal de alarma. S.O.S. Familia preparó el libro ‘La familia en peligro: amenzas y soluciones’ que desenmascara la maniobra de los promotores de una sociedad sin Dios y sin reglas, que buscan destruir la familia.
En este comentario aparecen los tópicos principales acerca de las amenazas a las que se enfrenta la familia, cuyas principales causas derivan de la ausencia de Dios y del abandono de las reglas o costumbres que la institución supervisora, la Iglesia (católica en este caso), se encarga de preservar en sus más inamovibles esencias. La familia, pues, y los roles que la componen son los que la cultura cristiana ha consagrado y son útiles para la continuidad de un determinado orden social. Se utiliza la metáfora físico-psíquica de la presión para censurar los avances que las leyes y el  pensamiento experimentan, siendo empero, en resumidas cuentas, los cambios de comportamiento los que preceden a todos los fenómenos de análisis sociológico y de transcripción legislativa. En realidad, otros factores que inducen una rápida asimilación situacional -como los medios de masas, el cine y la televisión- son los que en mayor medida contribuyen a propagar nuevas conductas y a proyectar modelos sociales diferentes de los de siempre. Las referencias en el texto al “desprecio por la vida humana” son una caracterización del tratamiento que estas ideologías dan al aborto legal (preelección), que aparece como un acto de depravación, consecuencia de la entrega inconsecuente a los vicios carnales, en lugar de un ejercicio de responsabilidad de difícil y dolorosa asunción que, para colmo, es propiciado por hostilidades ambientales. El aborto es, para estos sectores, un crimen y también es conceptuado de genocidio por los grupos activistas que combaten las prácticas abortivas legales (se trata de un frentismo redivivo que recupera la oposición a las reformas sociales republicanas y que guerreó en el bando sublevado). Llamar genocidio a estos hechos es un sarcasmo que contribuye al menosprecio y la relativización de aquellos otros genocidios que, de rebote, muchos de estos grupos antiabortistas trivializan. Estos grupos atentan contra las clínicas abortistas, y presentan demandas contra los ginecólogos (llamados médicos abortistas en un ejercicio de contracción metonímica) y contra las mujeres que se han sometido a estas intervenciones, que se ven arrastrados a penosos litigios y a un cuestionamiento moral. Estos médicos son objeto de persecución mientras se hacen llamamientos a la objeción de conciencia para que otros especialistas no secunden estas prácticas. La objeción de conciencia surgió como rechazo a participar en actos de guerra y muerte, habiéndose producido un desplazamiento semántico de esta locución hacia otros espacios de confrontación temática: en las farmacias, en relación con los anticonceptivos, entre los médicos como oposición al aborto, entre los padres frente a la enseñanza de la asignatura de Educación para la Ciudadanía. Paradójicamente en España, al haber desaparecido el servicio militar obligatorio, el sentido original de objeción de conciencia ha desaparecido también, pero persiste con vigor entre quienes más se oponían (por imperativos patrióticos) al primitivo acto ético. Se habla del negocio del aborto (nuevamente asistimos a una restricción metonímica si nos referimos al negocio como efecto, o a una sinécdoque si nos quedamos con la parte económica frente al todo socio-quirúrgico), como si sólo esta clase de tratamientos médicos tuviesen un aspecto crematístico, soslayando el gran negocio de la salud privada, que en esos mismos círculos es potenciada y bendecida (restricción temática). Leemos en Libertad Digital:
No existe nada parecido al ‘derecho a abortar’, pero aún así el del aborto es un negocio que está promocionando insistentemente toda clase de organismos internacionales, empezando por las Naciones Unidas, como queda de manifiesto en El Imperio de la Muerte, la completa investigación que ha llevado a cabo David del Fresno. Gracias a las campañas que lanza la ONU, campañas que están llenando las arcas de una plétora de organismos internacionales, ONG y fundaciones, el aborto está poco menos que imponiéndose en buena parte del mundo, sobre todo en los países menos desarrollados”.
Se trata de una soflama antiabortista que raya en libelo contra la ONU, a la que atribuye una promoción del aborto como negocio para sí y para quienes lo practican. La utilización de la anfibología en torno a los puntos de conexión entre promoción y protección permite el juego semántico, el equívoco, de sugerir un papel de fomento del aborto, en lugar de la vigilancia y protección de quienes se vean obligados a recurrir a ello, que es lo que realmente lleva a cabo este Organismo. El recurso a la metonimia, la referencia al factor resultante de negocio, para aludir a una situación tan compleja y delicada, es útil para descalificar la regulación jurídica en debate, y permite dejar en segundo plano aspectos elementales de subsistenciapsicológicossociales y eugenésicos, para fomentar el desprecio hacia quienes se prestan a ello y potenciar el discurso fundamentalista. El título del libro El Imperio de la Muerte, es una sonora metáfora a la vez que una hipérbole, que se alía con otros espantos verbales (disfemismos), como infanticidio (muy utilizado en foros antiabortistas), para situar el debate en términos de lucha entre el bien y el mal. La familia es pues la institución base amenazada, y sólo la fe y la observancia de las costumbres religiosas parecen poder salvarla.

Frente a esta postura está la de considerar el aborto, no como un atentado a la vida y un peligro para la pervivencia de la familia, sino más bien una apuesta por llegar a la maternidad/paternidad de un modo programado y responsable y, en su caso, a la constitución de una familia, sólo cuando se dan las condiciones para que ésta pueda satisfacer las funcionalidades que le son atribuidas. El aborto siempre fue, aunque de forma socapada, una forma de eludir la vergüenza social de una maternidad ilícita, que en caso contrario conducía a la constitución forzada de matrimonios de honor. El matrimonio es el lugar socialmente reconocido para el sexo y, por lo tanto, de las restricciones sobre el sexo libre, o en clave metonímica amor libre, las cuales son presentadas como una defensa de la familia, cuando en realidad se tratan de un férreo sistema de control social mediante la regulación dirigida de las conductas básicas.

Pero el debate bioético en torno a la familia no se reduce al tema del aborto. El conservadurismo y la Iglesia como oráculo y tribunal moral expanden su afán regulador hacia todas las áreas de proyección del ejercicio de la sexualidad, sentenciando ser la concepción el único fin que la justifica. Por esta razón la Iglesia Católica despliega enormes esfuerzos en la lucha contra los medios contraceptivos de todo tipo e impone la prevalencia moral del fin reproductivo de la sexualidad, en su discurso pro­-familia y pro-vida, ignorando los efectos devastadores sobre las condiciones de vida de millones de personas azotadas por el hambre, las enfermedades y las guerras. Ignora también la Iglesia la realidad natural que es la sexualidad en sí misma, como puro goce y como forma de entender la vida desde el presente inmediato, superando la perspectiva teleológica a la que el conservadurismo se aferra para, desde unas estructuras sociales que le son propicias, mantener las cotas de poder mundano que a través de los tiempos ha logrado acumular. Los anticonceptivos no sólo evitan embarazos indeseados, también protegen frente a numerosas y peligrosas enfermedades venéreas, que en determinados lugares del mundo constituyen un auténtica plaga, precisamente por falta de medidas profilácticas que a su vez sirven para la anticoncepciónSexo seguro y maternidad segura son para la Iglesia un ataque a la línea de flotación de la familia y se erigen en objeto de proscripción.

Con igual fuerza, la Iglesia rechaza toda forma de fecundación asistida o en laboratorio, llegando incluso a oponerse a la experimentación con células madre, porque atentan contra el orden natural (que en su ideología corresponde al orden divino), pese a que puede significar la posibilidad de curación de numerosas enfermedades. Los avances de la biotecnología han llegado tan lejos que hoy es posible producir hermanos-medicamento. La técnica consiste en engendrar en laboratorio un embrión con las mismas características genéticas que el hermano, pero sin la enfermedad de aquél, de modo que pueda contribuir a su curación con sus órganos o compartiendo elementos compatibles del organismo. Los elementos filosóficos del rechazo de la Iglesia a estas formas de obtención de seres humanos, así como a cualquier acción contraria a la procreación y desarrollo fetal naturales, abundan en un juego semántico. La Iglesia considera sinónimos los términos concepción y fecundación, porque la concepción implica la infusión de un alma en el embrión desde el mismo momento en que se produce la fecundación, por lo que es imposible una fecundación que prospere y no comporte la adquisición de un alma y, con ello, la presencia divina en el nuevo ser. Este axioma moral es el punto de partida para toda la estrategia litigadoRa de la Iglesia en defensa de la vida desde el mismo momento de la concepción. Admitir una diéresis entre fecundación y concepción es suspender en el tiempo la llegada del alma al nuevo ser, lo que podría dar pie a incómodas disquisiciones para precisar el momento concreto de la conjunción.

Frente a esta actitud de la Iglesia y de los sectores más conservadores de la sociedad, el poder laico, organizado e intercomunicado gracias a las redes de información, viene desarrollando una serie de actividades con pretensión de influir en los poderes legislativos de los distintos Estados y en los organismos internacionales con capacidad reguladora, en un afán de alcanzar la plenitud vital y decidir libremente sobre todas aquellas cuestiones que afectan a sus condiciones de vida y al ejercicio de su capacidad intelectual y biológica. Esta organización internacional, entre otras iniciativas propuso la aceptación de un nuevo concepto, el de salud reproductivahttp://reproductiverights.org:
“Los recursos de que dispone la gente, en particular la mujer, para lograr una salud reproductiva es una parte integral de sus derechos reproductivos. En la Conferencia Mundial sobre Población y Desarrollo en El Cairo (Conferencia de El Cairo), que tuvo lugar en 1994, 165 estados refrendaron la siguiente definición de salud reproductiva: La salud reproductiva es un estado general de bienestar físico, mental y social, y no de mera ausencia de enfermedades o dolencias, en todos los aspectos relacionados con el sistema reproductivo y con sus funciones y procesos. En consecuencia, la salud reproductiva entraña la capacidad de disfrutar de una vida sexual satisfactoria y sin riesgos, así como la capacidad de procrear, y la libertad para decidir hacerlo o no hacerlo, cuándo y con qué frecuencia. Esta última condición lleva implícito el derecho del hombre y la mujer a obtener información y tener acceso a métodos de su elección seguros, eficaces, aceptables y económicamente asequibles en materia de planificación familiar, así como a otros métodos para la regulación de la fecundidad que no estén legalmente prohibidos y el derecho de la mujer a recibir servicios adecuados de atención de la salud que propicien embarazos y partos sin riesgos y que le brinden a las parejas las máximas posibilidades de tener hijos sanos...
Esta iniciativa choca frontalmente con los postulados de la Iglesia para quien no puede enfrentarse la sexualidad de otro modo que no sea en orden a la procreación, admitiendo sólo medidas sanitarias de naturaleza higiénica o curativa pero, en ningún caso, en cuestiones deevitación o interrupción del embarazo, ni en cuanto a la manipulación de los agentes de la poiesis y mucho menos está abierta a admitir el ejercicio de la sexualidad libremente y sin sacramentar:
http://reproductiverights.org/sites/default/files/documents/pub_bp_iglesia_en_UN.pdf
La Santa Sede ha objetado consistentemente la provisión de servicios de salud sexual y reproductiva para adolescentes. En el Cairo, la Santa Sede, determinada a debilitar los avances realizados en la Conferencia del Cairo respecto a los derechos y salud sexual y reproductiva para los adolescentes, buscó asegurar un mayor reconocimiento a los “derechos de los padres”. La Santa Sede y otros delegados conservadores introdujeron un lenguaje que permitiría a los padres prevenir que sus hijos recibieran información sobre salud sexual y reproductiva… En su declaración posterior al acuerdo del Cairo, la Santa Sede estipuló que su entendimiento del artículo sobre la prestación de servicios de salud reproductiva a los adolescentes, cubriría únicamente a aquellos que estuvieran casados”.

Otro de los ingredientes de la llamada crisis de la familia, es la legalización del divorcio. El divorcio es una respuesta legal a una necesidad natural que surge en el seno de un matrimonio cuando determinadas circunstancias hacen inviable la convivencia; se ha desembocado en una situación de infelicidad que genera dos conductas posibles, la resignación o la apuesta por una nueva vía de felicidad. (“El divorcio es un camino hacia la felicidad” Luis Rojas Marcos). Esta regulación jurídica es la que en mayor medida propicia la existencia de configuraciones familiares atípicas. El divorcio y los segundos matrimonios dan pie a la convivencia de hijos de diferentes padres y madres, para referirse a los cuales han quedado obsoletos o resultan inadecuados e insuficientes los términos hermanastro/a, padrastro y madrastra.  Si a estas circunstancias añadimos la posibilidad de adopción, la condición de hijo/a o padre/madre queda difusa entre numerosas variantes, para expresar las cuales se precisa un nuevo léxico que resulte más integrador, dejando a un lado las posibles diferencias, no sólo en cuanto a la naturaleza del vínculo, origen o raza de unos y otros, sino también al  procedimiento seguido para engendrar hijos (natural o artificial).

Si el modelo de referencia inicial para la familia occidental es la gran familia rural (compuesta por abuelos, tíos, primos, padres e infinidad de hijos), a raíz de la revolución industrial, conforme la economía agraria iba evolucionando hacia una economía industrial y de servicios, y se producía la migración hacia los núcleos urbanos, este modelo resultó desplazado por el de  familia urbana (padres y pocos hijos, a lo sumo algún abuelo). Ahora, las nuevas circunstancias socioeconómicas hacen que otros modelos de convivencia emerjan con igual fuerza y legitimidad. Circunstancias como las parejas de hecho, los que viven juntos, las familias mono-parentales, los matrimonios homosexuales, los hijos propios, los hijastros, los hijos adoptivos o fruto de las nuevas tecnologías de reproducción configuran una profunda transformación en las relaciones de parentesco y en los procesos de interacción familiar. Llegados a este punto, el lenguaje resulta desbordado por las circunstancias y es preciso echar mano de construcciones sintagmáticas para poder dar cuenta de hechos de tan especial relevancia. Así, en un alarde de lo políticamente correcto, aparece la  expresión unidad de convivencia o unidad familiar, que en términos legales (con efectos tributarios, estadísticos o asistenciales) ha venido a designar a las personas que comparten una misma vivienda o alojamiento, ya sea por unión matrimonial o unión de hecho, por parentesco de consanguinidad o afinidad, por adopcióntutelaacogimiento familiar. Si bien es cierto que el grado de parentesco de los miembros de estas unidades de convivencia no es tan relevante en nuestros días como lo era para la familia tradicional, también lo es que, en ambos casos, se trata de grupos sociales en cuyo seno se dirimen cuestiones que afectan a la propia identidad y a la interacción con la comunidad.

Nuevas fórmulas de convivencia, de afiliación y de pertenencia al grupo rigen los destinos de cada uno de los individuos, que pasan a ser objeto de una consideración más individualizada por los sistemas públicos de gestión ciudadana. Pese a todo, hasta el momento prevalece el término familia para definir al grupo de personas que conviven bajo un mismo techo (salvo los pisos de estudiantes, o los pisos patera, o los cada vez más frecuentes pisos compartidos por circunstancias económicas –mileurismo-). Es más, no existe ningún sinónimo en castellano que designe el concepto de familia (nuclear, porque la familia extensa se puede designar como clan) y para tales efectos es preciso recurrir a la construcción sintagmática los + pronombre posesivo (los míoslos tuyos, etc.).

El concepto de socialización distingue una fase denominada como primaria, que es la propia de la familia, que imprime carácter en la infancia. La socialización secundaria puede ser formalno formal e informal. La primera es progresiva, basada en currículos y en grados con distinción neta de jerarquías y obra como teatro pedagógico. La segunda es discontinua y aleatoria y la tercera es ubicua y permanente: en todos los lugares, tiempos y edades de la vida. Por regla general, la experiencia vivida, única para la mayoría de la población en épocas anteriores, o la experiencia leída, intensa en una minoría, es ahora menor que la experiencia mediata y virtual, siendo difícil averiguar los modos de ensamblarse una y otra.

A este proceso de socialización primaria es al que se aferran aquéllos que con mayor contundencia se oponen a determinadas formas de vida en pareja y fundamentalmente a los matrimonios homosexuales. El refranero se alía con esta mentalidad al afirmar que “cual es el padre, así los hijos salen”. La vida en pareja pasó por una etapa de desvinculación de todo refrendo legal, constituyéndose numerosas familias que no creían necesaria la formalización de sus relaciones ni la sujeción a los distintos ritos de paso institucionalizados en su entorno, para sí ni para los hijos que tuviesen, más allá del registro civil que les otorgase carta de ciudadanía y existencia jurídica a estos hijos. Se trataba del paso del amor libre como ruptura de las trabas sexuales fuera del matrimonio, a la convivencia libre, basada en un reconocimiento mutuo sin anuencias externas. Adquirió notable extensión esta forma de convivencia, hasta el punto de que matrimonios legales se consideraron discriminados fiscalmente y, paradójicamente, lograron que las leyes reconocieran su derecho a hacer una declaración de la renta separada, si les resultaba ventajosa, con lo cual obtuvieron una equiparación fiscal a las parejas de hecho que, sin embargo, no estaban equiparadas en el resto de cuestiones que podían suponer alguna ventaja económica o legal para ellas.

Con la evolución de la lucha por la igualdad de derechos en relación con las diferencias en la orientación sexual se planteó un reto más: la posibilidad de reconocer el matrimonio civil de las parejas homosexuales (= matrimonio homosexual). Esto, que inicialmente desató una dura confrontación legislativa, finalmente y por cuestiones de interés electoralista quedó relegado a una cuestión léxica (al igual que ocurrió en el debate del estatuto de autonomía de Cataluña en torno al término nación). Dada la amplia presencia electoral de los colectivos homosexuales, sumada a la presencia de tales preferencias sexuales entre personas de toda orientación ideológica, la cuestión quedó encallada en si podía aplicarse el término matrimonio a tales uniones, o debía designárselas de otra forma. Este ardid lexicológico intentaba restar saliencia cultural al hecho de la conyugalidad homosexual. El razonamiento se basa en que si no se contempla la extensión semántica del término matrimonio a las parejas homosexuales, entonces no son la misma cosa, con lo cual se mantiene el carácter de excepcionalidad para este tipo de uniones. Cualquier composición sintagmática que permitiera designar estas uniones sería un reconocimiento de este plano de inferioridad jurídica y natural. Generar ex novo un término que no hubiese surgido espontáneamente en la sociedad sería entendido como una estigmatización y torpedearía los mecanismos de abolición de prejuicios.

Pero si desde el punto de vista del ejercicio democrático es posible legislar una equiparación jurídica y terminológica de los distintos tipos de unión conyugal, sin que quepa oponerse a la voluntad popular, desde el punto de vista lingüístico las objeciones al uso del término matrimonio están fuera de todo lugar, tal y como es posible detraer de la etimología del sustantivo matrimonio incluida en el exordio de este análisis. Recurren los círculos conservadores al Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española como fuente de autoridad, que define el matrimonio como “unión de hombre y mujer concertada mediante ritos o formalidades legales”, para negar la posibilidad de un matrimonio entre personas del mismo sexo, confundiendo en este punto la autoridad normativa en materia de la lengua, con la autoridad normativa en materias legislativas. Olvidan, por ende, el verdadero significado que la etimología del término comporta, que es la de conformar un marco legítimo para la tenencia de hijos. Siendo el concepto de hijo algo tan cambiante, es preciso admitir que el marco de legitimidad para la paternidad/maternidad deba flexibilizarse. Tan hijos son los hijos biológicos, como los adoptados, como los obtenidos por sistemas de fertilización, o de inseminación artificial o, incluso, concebidos in vitro,  sin olvidar las posibles cesiones temporales de hijos procedentes de hogares desestructurados. Sería preciso, pues, equiparar la flexibilidad de los términos padre/madre o hijo/a con la del porfiado matrimonio. Veamos cómo los distintos medios de comunicación informan sobre este extremo:

Libertad digital (26 de junio de 2002):
Un matrimonio homosexual es un contrasentido, pues la necesidad del matrimonio sólo puede entenderse como medio para formar una familia y mantener la especie –se consiga luego o no–, cosa vedada por principio a los homosexuales”.
Forofamilia.org:
El 28 de Junio de 2004, el Foro Español de la Familia presentó una Iniciativa Legislativa Popular que proponía la salvaguarda de los derechos del matrimonio, la familia y los niños en relación con otro tipo de uniones y además propone la modificación de los artículos 44.1 y 175.4 del Código Civil. Esta Iniciativa fue apoyada por la firma de cerca de un millón y medio de españoles. Esta modificación pretende que se especifique expresamente que “un hombre y una mujer tienen derecho a contraer matrimonio el uno con la otra conforme a las disposiciones de este Código”, es decir, en cuanto dos seres humanos de sexo distinto. La propuesta tiene como objetivo reforzar el mandato legal de que el matrimonio es la unión de un hombre y una mujer. Por otro lado, procura el reforzamiento legal de la capacidad para adoptar atendiendo a los intereses del adoptando, si tenemos en cuenta que la adopción es una institución diseñada para dar a un menor la protección  que necesita, no para dar un hijo a uno o más adultos. “Fuera de la adopción por el marido y la mujer, nadie puede ser adoptado por más de una persona”, especifica la Iniciativa presentada al Congreso”.
Según esto, una persona sola -se puede suponer que cabe cualquier orientación sexual- podría adoptar, pero parejas perfectamente capacitadas para transmitir bienestar, educación, salud y valores a niños/as desprotegidos, deben abstenerse de prohijar (no olvidemos que estas funcionalidades forman parte del concepto de familia). Se aprecia en esta iniciativa el prejuicio acerca de la posible contaminación conductual que supondría la educación en un entorno de costumbres sexuales no convencionales. En cambio se obvia la contaminación conductual que parejas heterosexuales de hábitos y comportamientos equivocados, e incluso nocivos, pueden transmitir a los menores. En realidad, las objeciones ante la posibilidad de adoptar son una estratagema para sembrar argumentos contra el matrimonio homosexual que es tratado como una aberración y como un escándalo; toda vez que la homosexualidad es considerada bajo la misma óptica como una enfermedad susceptible de tratamiento y curación.

El Mundo (4 de febrero de 2005):
La Real Academia Española recogerá en el Diccionario académico la acepción de 'matrimonio' como unión entre personas de un mismo sexo reconocida legalmente, si tal ampliación de significado "se consolidara en el uso general de los hispanohablantes".
Público (28 de febrero de 2008):
La Confederación Española de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Transexuales ha exigido hoy a la Real Academia de la Lengua que actualice la definición de matrimonio para adaptarse a la realidad de los matrimonios homosexuales”.
La relativa permeabilidad del lenguaje ante estos fenómenos está cambiando el modo de hablar sobre las relaciones familiares en todos los sentidos. En vez de familias adoptivas, los profesionales hablan de familias combinadas, usan la palabra pareja para todo tipo de relaciones, incluyendo el matrimonio, y prefieren decir padres a padre y madre. J. Kirby, autora de un estudio sobre las consecuencias del declive de la familia, sugiere que estos términos tratan de enmascarar la infelicidad que puede conllevar una ruptura familiar o una cohabitación. Su estudio, Corazones rotos, fue publicado por el Centro de Estudios Políticos de Londres. Según la autora, muchas personas consideran el término familias adoptivas un concepto difícil, por lo que prefieren la frase más suave de“familias mixtas”. Asimismo, considera que el uso de la palabra pareja o compañero muestra que se evita hablar de la importancia del matrimonio por temor a que se considere un prejuicio. Un ejemplo de la incorporación de este nuevo lenguaje ha sido la sustitución progresiva de palabras como afecto y amor por la de bienestarcuidados o atención.

La importancia del concepto y de las distintas formas de materializarse la estructura familiar radica en su incidencia sobre el sistema económico del que participa, y en su papel como núcleo de transmisión de pautas de comportamiento, de rasgos emocionales particulares y colectivos, y de valores y principios ideológicos. En el contexto neoliberal que ha regido las circunstancias socioeconómicas a nivel planetario en las últimas décadas, se ha evolucionado, en términos globales, hacia un Estado mínimo, un capital volátil, una crisis del empleo y, en el plano del desarrollo psicológico individual, en una manipulación comercial y publicitaria de cuerpos y sentimientos. Paralelamente al modelo económico, presenciamos una valoración sin precedentes de lo privado y de lo subjetivo. El Zeitgheist (espíritu de la época) es una composición de valores intimistas, individualistas y de una lógica fundamentalista, sumada a una desconfianza hacia lo público. En este contexto la familia ha sido enaltecida por el Estado como el lugar de la protección social. Las redes de sociabilidad y de solidaridad que ella es capaz de promover han ganado una nueva importancia política. La nueva organización política mundial se concentra en el orden emocional, destacando que el valor afecto (producción y circulación de las emociones y los sentimientos) es tan importante como el valor trabajo, toda vez que este último no es ya manual, sino cerebral. La biopolítica tiene como tejido la dimensión físico-emocional. La vitalidad de nuestros cuerpos y mentes es vendida y comprada, disciplinada y gestionada, configurando el biopoder ya anunciado por Foucault, el cual alertaba, en los años 80, que la subordinación política es realizada en regímenes de prácticas diarias, flexibles, de dominación del cuerpo por entero, y la creación de jerarquías brutales como grupos apartheid y fratricidas con tendencias fundamentalistas, que permiten el exceso de violencia contra los pares y los otros, en lugar de nuevas formas de “nosotros”.

La familia es un colectivo fundado en la afectividad y en la intimidad, siendo el único grupo que promueve, sin separación, la supervivencia biológica y humana. Su eficiencia depende de la sensibilidad y de la cualidad de los vínculos afectivos, especialmente de la “pasión por lo común”. La fuerza del concepto de comunidad está en su sentido de resistencia y de utopía social basado en el “deseo por lo común”. Lo común  está cada vez más desperdigado y fragmentado en todas las esferas de la vida, tornándose una de las carencias más importantes de la actualidad. El énfasis en considerar la familia como célula es una estrategia disciplinadora de las sociedades contemporáneas. Los cuerpos y los sentimientos son las nuevas mercancías de manipulación comercial y publicitaria: se vende el “fast love”, el “buen humor full time”, y todas las variaciones del prefijo “auto”, especialmente la auto-estima y la auto-responsabilidad, instrumento fundamental de sustentación del poder. La familia es, en este entramado, la estructura puente entre el individuo y la sociedad, que soporta las tensiones entre las distintas formulaciones ideológicas de los modelos sociales y el peso del sistema de producción y desarrollo económico.

CONCLUSIONES

La pugna ideológica, más concretamente aquélla que incide sobre el concepto de familia y cuanto a ella apunta o respecta, tiene su correlato en la adopción de términos que designen las nuevas realidades sociales. Son los términos familia, matrimonio, concepción-anticoncepción, padre/madre, hijo/hija, sexualidad y aborto los que en mayor medida experimentan fenómenos de innovación léxica, a la par que suscitan las más encendidas diatribas. En el fondo lo que está en juego es un sistema de valores que corresponde a un modelo de sociedad que por muchas razones se tambalea. La forma en que se lexicalice alguno de estos conceptos tendrá importantes repercusiones en su capacidad de impregnación social y será además exponente del triunfo de una de las cosmovisiones en cuestionamiento.

Hemos constatado el papel de los distintos ejes de opinión en esta polémica, siendo posible caracterizar las posiciones conservadora y progresista que no siempre coinciden con las que expresan adscripción política. También se constata el papel protagonista interpretado por la Iglesia, como bastión de las posiciones más inmovilistas, de una parte, y de la otra el que desempeñan distintos colectivos ciudadanos afectados de un modo u otro por las trabas y prejuicios que gravitan sobre estructuras consideradas fundamento de la comunidad cultural y soporte del sistema socio-económico.

En la actualidad, el vocablo familia significa realidades heterogéneas, pero admite ser definido mediante aserciones técnicas que no impliquen carga ideológica. A la familia que el imaginario social remite, integrada por padre, madre e hijos que viven en la misma morada (familia nuclear), se contrapone un conjunto abigarrado de arreglos familiares. Existen familias compuestas por personas adultas de distinto o igual sexo, unidas o no en matrimonio, con hijos propios o provenientes de uniones anteriores de uno o ambos miembros de la pareja, familias monoparentales o familias extensas. El auge y la variedad de organizaciones familiares constituyen parte de esta realidad cambiante y compleja del tercer milenio. Esta es la realidad que se ha dado en llamar crisis de la familia que no es sino el impacto del conocimiento, de los nuevos modos de vida, de la liberación de la mujer y de la conquista progresiva de derechos civiles, en una forma de convivir y desarrollarse humana, sexual y socialmente, cuyo horizonte más cercano se adivina progresivamente aperturista y cuya factura terminológica es preciso ir abonando conforme se genera el gasto.

Por regla general, a los cambios sociológicos que afectan a la estructura familiar y cuantos fenómenos obran en su constitución y desenvolvimiento, le suceden, en una primera fase, adaptaciones del léxico existente, mediante construcciones sintagmáticas que expresan la variación respecto al modelo original; no obstante, con el tiempo tienden a consolidarese en el habla cotidiana los vocablos originales, que experimentan una adecuación y expansión semántica para acoger las nuevas acepciones y conferirles un estatus de normalidad. Es el caso de los términos padre, madre, hijo/a, matrimonio y, por supuesto, el término fundamental en todo este debate que es el de familia. Para ilustrar esto traeremos a colación un vocablo que no hemos mencionado hasta ahora, pero que refleja con nitidez esto que estamos sugiriendo: se trata del término novio/a para referirse a la pareja con la que se mantiene una relación estable de naturaleza emotiva y sexual, con tendencia a la durabilidad e hipotética progresión hacia la condición de matrimonio. Este término ha pasado por múltiples reformulaciones para restar formalidad y desfasamiento a la relación (tronco/a, amigo/a, (mi) chico/a, pareja, pareja formal), pero pasado un tiempo se ha vuelto a utilizar el término novio/a con toda naturalidad, pero restando rigor al compromiso de fondo y despojándolo de determinados formulismos que pesaban sobre ese tipo de relación.

Los cambios sociológicos se enfrentan a menudo a formidables prejuicios porque se están alterando mecanismos estructurales de hondo arraigo. Estos prejuicios con frecuencia afloran en el plano virtual, en el mundo de imágenes textuales que constituyen el lenguaje, donde operan distorsiones sobre el papel de las palabras para que digan aquello que a algunos les resulta conveniente pese a que otros  se vean aplastados por las resonancias que estas desencadenan. Pero al final, como suele ocurrir en los procesos de desarrollo del habla, es lo que se convierte en hábito lo que dicta la norma.

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