Del amor y de lo suyo


     Bajo enigmáticos procesos o efluvios, el enjambre que mora los salaces divertículos del tronco de mis menesteres, cobra insidiosa pujanza. Con semejante tropel de aguijones empotrado en las mismidades de mi animalidad -cuya ácida catadura no mengua, sino se ceba, en la meliflua proclividad en que se desenvuelve- me arrojo a la floresta de hormigón, que es de turbias bestezuelas holladero, reconcomido de inmódicos antojos y estremecido a causa de la franca berrea que por dentro afronto, para cumplir cimeros designios.

      Entonces consisto, apenas, en un ser arrastrado acá, no bien aquejo tal estímulo de alguna cadera rotunda, o corrido allá, ante el menor barrunto de hallarse en trance de acaecer cuál codiciado encuentro. Me dejo ver por concurridos calveros, adonde la esbelta corza da en acudir si acuciada de cubrimiento o consolación, y no faltan ocasiones en que haya de medir mi endeble cornamenta y embestida con la de otros más vistosamente que yo astados y corpulentos venados, o dirimir sutiles bajezas con eminentes verracos de esmerada crianza y próspera simiente; y a veces, gane o pierda, resuelvo en apareamiento, y otras tantas, pierda o gane, resulto desquerido.

      Me arrastro en tal caso, como el reptil por la maleza, hacia donde quiera lleve el rastro de que logre percatarme y, siendo ello preciso, llego a trasegar hasta los más sórdidos abrevaderos nocturnos donde, si no el celo, sí la sed me es posible apaciguar, y anonadar supuestos vestigios de intelecto. O acecho desde algún enclave ventajoso el paso de alguna presa propicia cuya carnalidad, por más que estime complaciente u obsequiosa ¡cuántas veces no me habrá sido esquiva o hábilmente desmentida!

      Me recojo al fin sobre mi ser, ahito o retortijoso pero derrengado siempre, para tomar oportuna confortación y quedar en circunstancia, tras que la radiante deidad que nos vino en concebir pasee de nuevo su etéreo jardin donde la imaginación se disloca, y el sustento haya sido proveído con el acostumbrado trajín, de entregarme sin tregua al dictamen de la venérea sinrazón, tan peregrino como la razón misma, pero harto menos nefando.

Publicado el año 1990 en el periódico granadino El Semanero, hoy desaparecido, bajo el seudónimo de Alarico Varapalo, hoy @Gadabarthes 

Cosa Ser


     Trabado a los alcances y concreciones del gregarismo, porque era de esperar una mejora de las, a la sazón, parcas oportunidades de subsistencia; es cierto, no obstante, que el ser humano erige su prodigioso fuste de albedríos sobre un tiesto de solitud, que no es susceptible de evitación, ni es de lamentar.

     Cosa más, ese oficioso mandamiento natural, de acrisolar y diversificar la rancia herencia de diminutos mecanismos de individuación, originó un cisma de inaprensibles efectos, en el seno de la identidad de las especies que, en el caso de la que henos aquí desempeñando, sirvió para desarticular vastos derroteros de lenguaje y, andado un tiempo, poner de manifiesto el desmañado hilván del que la civilización viene habiendo confecciónamiento. Valió, eso sí, para instruir un subyugante conducto, de trayecto laberíntico e indecible cabo, por donde vehicular otra guisa de interjecciones e iniciar -todo ello da el placer- un nuevo rango de desmedimientos, a cuento de la insolente desproporción entre universo y persona, a la hora de encajar la ración de caos, dispensada -tal parece- atendiendo a un tenor inverso a la envergadura del aceptor.

     Cosa más, siendo el sexo juntamente paraje de solaz y motivo de disquisición, quiso la cerrilidad que fuese apañado para liza donde justar afectos y desajustar emociones, y de este modo se atrajo y afincóse la razón de poder entre seres de extrema semejanza, aunque torneados según diferente estatuaria, que acarrearía, amén de interminable farfolla, el más descabellado espejismo en torno a la capacidad de expresión y relación que el hombre haya jamás experimentado. Y tal es la influencia del sentir colectivo sobre la naturaleza de las cosas que, aquel concepto así asacado, cobró al fin consistencia y verosimilitud, y hoy no cabe desmentir la realidad del amor, ni es de lamentar que así sea, y el hombre no es desde ahí capaz de asumirse solo, ni llegará a descartar alguna estirpe de diálogo trascendental. Y esto cabe ser hermoso, aunque haya relegado a espejismo, ahora, el que pueda haberse un amor en sentido animal, animado de un sentimiento eminentemente mineral.

Publicado el año 1990 en el periódico granadino El Semanero, hoy desaparecido, bajo el seudónimo de Alarico Varapalo, hoy @Gadabarthes

Nanay de la China


Aquello de lo que se pretende extraer ventaja alguna o eludir cualquier perjuicio, no suele ser cabalmente enunciado, salvo cuando se realiza con adecuada prolijidad, de modo que su inextricable meollo permanece inaccesible bajo la oportuna ambigüedad de los conceptos implicados. Es esta la primera y más importante triquiñuela de las que hay que guardarse cuando se brega por entre las ciénagas semánticas que otros hábilmente avenan, transformándolas luego en primorosas parcelas donde edificar sus imponentes o, a menudo, pretenciosas torres de poder.

Por virtud del hasta tan alto punto discreto proceder -que es en buena medida característico de quienes rondan o apetecen el vértice de la pirámide suctoria- el magma ideológico en que vivimos inmersos, goza de esa anamorfosis funcional, que tamaño modo se presta a tergiversaciones y desdecimientos, favoreciendo subsiguientes rebrotes de los principios depuestos sin más que someterlos a adecuados maquillaje y presentación.

La vaguedad, pues, de las convicciones sobre las que asienta este amañado cotarro, es terreno propicio para el cultivo de ambiciones malolientes que durante el periodo de floración despachan siempre una fragancia generosa de azahar.

Así, esa santa perplejidad que los tahúres de la macromovida exhiben cuando resuelven condenar flagrantes atrocidades, parece reportarles una especie de exculpación respecto a prácticas semejantes, que bien saben disimular mediante refinados argumentos e inverosímiles métodos. Como la exigencia terminante, a terceros, de elevados cumplimientos, arroja sobre quienes la formulan algo así como la encarnación incuestionable de los mismos. Tal es el cinismo desplegado al repudiar estos la represión o  el autoritarismo ejercidos por aquellos, o al predicar ciertos derechos, libertad, justicia o bienestar, sin precisar en qué términos ni bajo qué supuestos. Y no es que estimemos inconveniente que la, digamos "comunidad de propietarios" se pronuncie en contra de tales atropellos, pero es que resulta indigerible su arrogante desvinculación y esa manifiesta falta de intención de aplicarse a sí mismos similares preceptos, o de expiar los excesos cometidos en el uso de las prerrogativas que mediante turbias alegaciones, en tristes ocasiones, alegremente se atribuyen, o de justificar mínimamente las contradicciones incurridas en el desarrollo de los objetivos a que teóricamente se comprometen cuando mendigan un refrendo.

No conceder benévola ascendencia a la exégesis que otros hacen de los temas que a ti incumben si es que contraviene tu íntimo criterio -macerado a base de corrosivos debates entre las partes de tu ser diviso- es la segunda en importancia entre las leyes para la conservación del pensamiento elemental. Aún a riesgo de sumirte en desvarío, es el único recurso asequible ante la babel de intencionalidades soterradas que la desfachatez ha desencadenado, merced a una hipocresía extremadamente docta y a una ciencia sutil de los fenómenos de masas.


Publicado el año 1990 en el periódico granadino El Semanero, hoy desaparecido, bajo el seudónimo de Alarico Varapalo, hoy @Gadabarthes

Cántico Expiritual


     No sin son, sino así son, sin sino.

     Se agitan confusos en el laberinto de entelequias que febrilmente en derredor acrecen.

     El penetrante diapasón del nife templa con férrea constancia tan barrocos órganos que lo gravitan. La súpera celesta rige diáfana la indócil armonía de los elementos y sostiene un ritmo entrañable de luz y sombras, quietud y frenesí, mientras un trémolo vehemente de tripas prietas e icásticos gañiles arranca a la materia de sus inercias consubstanciales y la emotiva, y el hálito sinuoso de las maderas instila en los sentidos una aguda excitación insojuzgable. Oportunamente, los cuernos fruentes de la abundancia anegan los ánimos así roturados, de exultantes motivos tróficos y elaciones cinegéticas.

     El capricho sinfónico de la naturaleza, por toda la creación reverbera, dechado de virtuosismo amativo, pero el gran divo de la magna ópera, desimpostado, persiste en desafinar.

     Mientras la ínfima cutícula que nos preserva de aquella facción deletérea de las efusiones solares, se deslavaza por los polos y por el ecuador se enrarece; mienras espesa la inmensa carpa de humo que a este circo de vanidades en invernadero de ambiciones transforma; mientras de asfalto se cubren las avenidas océanas para que por ellas ruede la insensatez sin fronteras; mientras alvéolo tras alvéolo es resecada la jungla de respiraciones que a esta tísica madre tierra vivifica; mientras en la azarosa cohesión de la materia se incuba la demolición de la enclenque arquitectura de la vida; mientras la varia cicuta aniquila la última razón viva del planeta; el único ser al que fue dado otear antes y después de sí propio, no alcanza a oír la voz -desde dentro y fuera proferida- que a medir las palabras le insta y a sopesar sus acciones le conmina, abstraído como se halla en una tosca contradanza donde una hipócrita objeción se deja cortejar por el agonioso determinismo productivo, y así esta triste humanidad acertará, a la postre, a ser engullida por esa inminente alcantarilla sin retorno de la informidad, que con tal ligereza ella misma destapó a fuer de devanarse la mollera.

     Como cada vez, arramblando voluntades, rebatiendo aplomos, la primavera magistralmente interpreta, dirigiendo al consumado elenco de especies que la afanosa evolución ha venido concertando con los tiempos, la abigarrada eclosión de albricias, primicias y ecos que ningún manido artífice hubo compuesto en hora buena. Luego, la canícula dora las pasiones espigadas y sofoca cuantas voces se enardecen con tan fructífero canto. Da curso el otoño a improvisas ventoleras que se gestaron en la subordinación del ripieno orquestal. Hasta que la paz de un aire frígido entumece, a la caída del invierno, tantas veleidades cuantas se inflamado hubieren en exceso, y restringe los días para inculcar a las cadencias finales, un vibrante deseo de reverdecer.


Publicado el año 1990 en el periódico granadino El Semanero, hoy desaparecido, bajo el seudónimo de Alarico Varapalo, hoy @Gadabarthes