Nanay de la China


Aquello de lo que se pretende extraer ventaja alguna o eludir cualquier perjuicio, no suele ser cabalmente enunciado, salvo cuando se realiza con adecuada prolijidad, de modo que su inextricable meollo permanece inaccesible bajo la oportuna ambigüedad de los conceptos implicados. Es esta la primera y más importante triquiñuela de las que hay que guardarse cuando se brega por entre las ciénagas semánticas que otros hábilmente avenan, transformándolas luego en primorosas parcelas donde edificar sus imponentes o, a menudo, pretenciosas torres de poder.

Por virtud del hasta tan alto punto discreto proceder -que es en buena medida característico de quienes rondan o apetecen el vértice de la pirámide suctoria- el magma ideológico en que vivimos inmersos, goza de esa anamorfosis funcional, que tamaño modo se presta a tergiversaciones y desdecimientos, favoreciendo subsiguientes rebrotes de los principios depuestos sin más que someterlos a adecuados maquillaje y presentación.

La vaguedad, pues, de las convicciones sobre las que asienta este amañado cotarro, es terreno propicio para el cultivo de ambiciones malolientes que durante el periodo de floración despachan siempre una fragancia generosa de azahar.

Así, esa santa perplejidad que los tahúres de la macromovida exhiben cuando resuelven condenar flagrantes atrocidades, parece reportarles una especie de exculpación respecto a prácticas semejantes, que bien saben disimular mediante refinados argumentos e inverosímiles métodos. Como la exigencia terminante, a terceros, de elevados cumplimientos, arroja sobre quienes la formulan algo así como la encarnación incuestionable de los mismos. Tal es el cinismo desplegado al repudiar estos la represión o  el autoritarismo ejercidos por aquellos, o al predicar ciertos derechos, libertad, justicia o bienestar, sin precisar en qué términos ni bajo qué supuestos. Y no es que estimemos inconveniente que la, digamos "comunidad de propietarios" se pronuncie en contra de tales atropellos, pero es que resulta indigerible su arrogante desvinculación y esa manifiesta falta de intención de aplicarse a sí mismos similares preceptos, o de expiar los excesos cometidos en el uso de las prerrogativas que mediante turbias alegaciones, en tristes ocasiones, alegremente se atribuyen, o de justificar mínimamente las contradicciones incurridas en el desarrollo de los objetivos a que teóricamente se comprometen cuando mendigan un refrendo.

No conceder benévola ascendencia a la exégesis que otros hacen de los temas que a ti incumben si es que contraviene tu íntimo criterio -macerado a base de corrosivos debates entre las partes de tu ser diviso- es la segunda en importancia entre las leyes para la conservación del pensamiento elemental. Aún a riesgo de sumirte en desvarío, es el único recurso asequible ante la babel de intencionalidades soterradas que la desfachatez ha desencadenado, merced a una hipocresía extremadamente docta y a una ciencia sutil de los fenómenos de masas.


Publicado el año 1990 en el periódico granadino El Semanero, hoy desaparecido, bajo el seudónimo de Alarico Varapalo, hoy @Gadabarthes