La ciencia como convidado de piedra

No deja de ser sorprendente que desde las posiciones ideológicas más conservadoras, refractarias por naturaleza al progreso científico, se recurra a la ciencia para que sentencie, a su favor por supuesto, en disputas que son de naturaleza filosófica, sin que quepa apelación posible desde los propios mecanismos de los que la ciencia se dota para descartar el error. La ciencia es en estas ocasiones invocada en calidad de mera comparsa y no de instrumento del conocimiento y se le hace decir las cosas, no como caben ser enunciadas e interpretadas, sino como un recetario de apodíctica. Si la ciencia y la filosofía se necesitan para adentrarse en el universo de la referencialidad recurrente sin perderse en la tautología, como ya advirtiera Wittgenstein, no es posible decir de lo que no está sujeto a medida, unas dimensiones que no pertenecen a la cosa observada sino a la mente observante.

Es relativamente reciente (años noventa del pasado siglo) un caso similar en que un libro, The Bell Curve (‘La Campana de Gauss’) escrito por el psicólogo Richard Herrnstein y el politólogo Charles Murray, era utilizado de esta manera para establecer unos criterios selectivos que permitiesen ignorar la ética, e incluso la deontología científica, para abordar una ingeniería social discriminatoria, ya que se sugería que las diferencias en los cocientes intelectuales entre "razas" eran de naturaleza genética y por tanto, todas las "facilidades" que se diesen a estas variantes "inferiores", irían en detrimento de la evolución que la "raza" dominante habría de merecer. Al margen de todos los errores estadísticos del libro, en la selección de las muestras y en la grosera eliminación de disonancias en los resultados (sin hablar de las carencias en la conceptualización de los términos en estudio y en el uso parcial de los avances de la genética), las conclusiones, que hubieran debido servir para aproximar un diagnóstico sobre el efecto de las condiciones socio-ambientales sobre el desarrollo de las potencialidades de los individuos, fueron utilizadas para defender posiciones racistas al amparo pretendido de la "ciencia" y de este modo eludir el reproche que la razón más elemental suscita. En su libro La falsa medida del hombre, Stephen Jay Gould desmontó aquellas pretendidas evidencias, aunque hubo de afrontar denodados ataques, por ello y por haber tomado un posición ideológica firme allí donde la ciencia no es capaz de dirimir cuestiones que se escapan por los vericuetos de la filosofía.

Pues bien, ahora vuelve a suceder esto en el caso de las organizaciones autodenominadas "pro vida", cuando hacen "decir" a la ciencia que una vida es lo que queda definido en un ADN recién ensamblado, al margen de todo lo que la rodea, le antecede y le sucede, en su compleja secuencia de réplicas, desarrollos e ínsumos. La vida que interesa a los "pro vida" es ese sujeto místico que ha quedado adherido al material genético y que surge dotado del imperativo del alumbramiento, aunque sólo sea para recibir otras oscuridades el resto de sus días. Y es la ciencia la que lo viene a decir, bajo amenaza de ser considerada díscola por quienes no desean oír nada más de lo que la ciencia les dice, cuando no se aviene a los cálculos metafísicos en los que basan su concepción del mundo. Pero la ciencia no dice eso, ni la vida es sólo una secuencia de ácidos nucleicos, por exclusiva que pueda resultar. No hay vida sin proyección en el tiempo ni sin tener en cuenta el medio en el que se ha de desenvolver. La vida no es mera concepción sino percepción, recepción, acepción y excepción, y las resonancias de lo que ocurre en cualquier fase alcanzan al resto del periplo vital. Si hacemos un ejercicio mental, como esos a los que aquel científico que fue Albert Einstein, era tan aficionado, podemos entender mejor esto: supongamos que tomamos el material genético de ese ser que se está formando y lo clonamos. ¿Qué resultará de ello, un único individuo en dos cuerpos idénticos, o dos individuos similares? ¿Tendremos el mismo ser por duplicado, o serán dos seres independientes? ¿Tendrán una sola conciencia o sólo tendrán una determinada abundancia de coincidencias? Si la respuesta a esta disyuntiva es la primera opción, entonces el problema de los "pro vida" quedaría "científicamente" resuelto sin más que guardar una muestra de ese material genético a buen recaudo y esperar a ver qué se hace con él en un futuro. Esa "vida" ya estaría ahí determinada y protegida y la mujer inmersa en un embarazo no deseado podría decidir qué hacer con su propia vida sin injerencias mesiánicas. Pero si la respuesta es la segunda opción, entonces los "pro vida" estarían obligados a reconocer que todo el proceso cuenta, y no sólo ese primer instante de la "concepción";  y que mientras un órgano no se ha formado, no es posible experimentar aquello para lo que sirve; y que algo tan complejo como es la conciencia humana requiere de unos órganos operativos y de un mínimo de tiempo, antes del cual esa vida tiene ya cierta forma, que va tomando de su continente, pero está a la espera de recibir un contenido, que necesita donde asentarse y el modo de hacerlo. En ese caso, la mujer inmersa en un embarazo no deseado deberá disponer de un plazo razonable para decidir si darle ese contenido o no.

Y es que llegado el momento, la epigenética también se pronuncia y es ahí donde la ontogenia se enfrenta a la complejidad de la expresión génica bajo el dictado maleable de la secuencia nucleótida. Y esto es tan ciencia como la ciencia que describe la doble hélice, pero mientras el ADN sólo dice lo que lleva inscrito, las personas que se apropian de la ciencia para lo que les interesa, vienen a decir que mediante el ADN habla Dios, y que ellos están llamados a revelarnos su mensaje.