El Placer del Texto, de Roland Barthes, desde la perspectiva hermenéutica de Gadamer

Gonzalo Martín, 2011 - @Gadabarthes, 2013


Adentrarnos con la disposición de la hermenéutica gadameriana en un texto de Barthes puede derivar en experiencia de la paradoja misma, aunque se trate de una paradoja vivificante y tremendamente luminosa como toda colisión de contrarios. Son muchos los puntos en común de la hermenéutica dialéctica y el pensamiento barthesiano, pero las divergencias hacen que en el momento decisivo, aquél en el que se experimentaría aquella anagnórisis catalizadora de la fusión de horizontes, el otro, el autor, se habrá desvanecido y estaremos ante un escenario de puro lenguaje. El lenguaje no será intermediario sino protagonista de la comunicación y será su impersonalidad potencial la que asuma el papel creativo sin que el autor pueda reclamar sobre sí atención alguna. La fusión de horizontes habrá dado paso a la fusión de textos en la intertextualidad y habrá sido este hecho el objetivo de la interpretación. En la lectura gadameriana de El placer del texto, Barthes habría desaparecido por completo como teórico para que pudiésemos encontrarnos con él como contenido textual a la espera de una trama intersubjetiva en la que pudiese expresarse como urdimbre. De que predomine la teoría desplegada en él por Barthes o el análisis desde el pensamiento de Gadamer se sucederá un hallarse disuelto en un nuevo espacio significativo en el que algunos nodos clave han tenido que ser reposicionados, o una experiencia de significado que condicionará sucesivas lecturas de otros textos.
La lectura gadameriana de un texto se aproxima a la más natural de las formas de lectura si entendemos como tal aquella en la que los significados no son otros que los que van siendo revelados progresivamente, es decir a la literatura narrativa. La lectura de una novela logra el efecto de apropiarse del lector, incluyendo sus emociones y actitud intelectiva, llevándole a posiciones virtualmente distantes de sus propios planteamientos existenciales, y el universo resultante es una conjunción de la naturaleza del lector y del acontecer en el que se ve arrojado. El significado del texto se adueña del intérprete.

En aparente oposición a esta forma de lectura, Barthes se expresa en El placer del texto mediante una sucesión de aforismos que envuelven determinados elementos clave de su pensamiento sin intentar establecer una concatenación lógica, a la manera del Tractatus wittgensteiniano, sino dejando que el flujo del lenguaje sirva para vehicular las ideas de modo que al lector no le quepa proceder ante semejante difuminación derrideana del texto sino culminando la deconstrucción sugerida, hasta hacerse con los elementos de juicio que pudieran emerger. Una «ilusión referencial» hace que el referente inscrito en lo contado parezca hablarnos, pero esto ocurre sólo aparentemente.
[...] el texto (ocurre lo mismo con la voz que canta) no puede arrancarme sino un juicio no adjetivo: ¡es esto! Y todavía más: ¡es esto para mi! Este para mi no es subjetivo ni existencial sino nietszcheano ("... en el fondo es siempre la misma cuestión: ¿Que significa esto para mí…?")

La hermenéutica filosófica se encuentra, entonces, ante un laberinto promovido por ella misma salvo en el punto en que Barthes no ofrece salida al mismo. Gadamer sabe de la pluralidad de significados del texto y esto aparece con claridad en El placer del texto en su propia factura, pues impide una lectura lineal y unívoca. Pero Gadamer nos invita a realizar esos recorridos y considerarlos recorridos conceptuales que pasarán a ser propios y, además, siempre esperará dar con una verdad que se dará en el aquí y ahora de la interpretación y que será un lugar de encuentro. Barthes no invita a otra cosa que a la conciencia del propio recorrido. Desarrolla su teoría de la pluralidad textual mostrando cómo el significado deviene polisemia tras una integración del lector y de la lectura; integración que desborda toda estructura implícita en el texto y se sitúa en el plano de la actividad reestructuradora en sí misma. Barthes nos remite a Flaubert para experimentar esta forma de distanciamiento que preconiza en el uso del lenguaje.
Flaubert: una manera de cortar, de agujerear el discurso sin volverlo insensato.

Pero Gadamer nos remitirá a la tradición, a la historia, que se habrá encargado de contextualizar estos discursos para indicarnos un componente esencial de la significación. Es la comunidad lingüística y la tradición la que determina para Gadamer el significado del texto, pero ha de ser receptiva a toda innovación. Barthes cree, en cambio, que es esa historicidad que habita y es habitada por la conciencia humana, la que destruye las expectativas de entendimiento; es más, del enfrentamiento entre tradiciones e innovaciones, plasmado en el lenguaje en forma de sociolectos rivalizantes, escenifica los mecanismos del poder y de su rechazo. Doxa y episteme se enfrentan en los intersticios del texto, pero Barthes intentará asentarse en el grado cero, que no es una equidistancia sino, tal vez, una sublimación de la ambigüedad. El encuentro entre Gadamer y Barthes se torna absoluto desencuentro en este punto:
... Cada pueblo posee un universo de conceptos matemáticamente repartidos, y bajo la exigencia de la verdad, comprende que desde allí en adelante todo dios conceptual debe sólo ser buscado en su esfera" (Nietzsche): estamos todos capturados en la verdad de los lenguajes, es decir, en su regionalidad, arrastrados en la formidable rivalidad que reglamenta su vecindad.

Sería necesario interrogar al texto con mayor predisposición a dominar el vértigo mediante el encadenamiento de ideas, cuando todas vienen presentadas en el mismo plano y no subordinadas, para que Gadamer no se sintiese desplazado de antemano en una forma de vivencia del texto cercana al solipsismo, al puro goce (que puede ser una forma del sufrimiento -¿por qué no?-:
[...] un asíndeton generalizado se apodera de toda la enunciación de manera que ese discurso tan legible es, clandestinamente, uno de los más enloquecidos que se pueda imaginar: la pequeña moneda lógica está en los intersticios.

Entonces la respuesta del texto viene envuelta en la ambigüedad que pese a todo no se opone a que en la práctica significante el hermeneuta pueda captar la vibración de algún significado monádico apuntando a otros. Y si la función mimética del lenguaje pervive es porque el efecto referencial es, en su esencia, simple convención acrítica. La lectura es por su capacidad resemantizadora un acto de producción por el cual el lector consigue que el texto hable. Para Gadamer este acto es una forma de diálogo pero Barthes no ve diálogo, sólo iluminación creadora.
He aquí un estado muy sutil, casi insostenible del discurso: la narratividad está descontruida y sin embargo la historia sigue siendo legible: nunca los dos bordes de la fisura han sido sostenidos más netamente, nunca el placer ha sido mejor ofrecido al lector –en tanto existe el gusto de las rupturas vigiladas, de los conformismos enmascarados y de las destrucciones indirectas, y aunque aquí el logro pueda ser remitido a un autor, se añade un placer de performance: la proeza es mantener la mimesis del lenguaje (el lenguaje imitándose a sí mismo), fuente de grandes placeres, de una manera tan radicalmente ambigua (ambigua hasta la raíz) que el texto no cae nunca bajo la buena conciencia (y la mala fe) de la parodia (de la risa castradora, de lo "cómico que hace reír").

Barthes distingue entre texto de placer y texto de goce. El placer es capaz de colmar un deseo, no es rupturista, se aviene a su cultura de referencia, es el texto confortable. El goce, en cambio, experimenta una pérdida, siente vacilar los fundamentos históricos, psicológicos, y culturales del lector. Se puede participar del hedonismo de una cultura o abordar su destrucción (es esta una potencialidad del goce). Se trata de oponer la consistencia del yo a la pérdida de ese yo, y esto puede uno mismo experimentarlo a costa de una diéresis del ser.
¿Será el placer un goce reducido? ¿Será el goce un placer intenso? ¿Será el placer nada más que un goce debilitado, aceptado y desviado a través de un escalonamiento de conciliaciones? ¿Será el goce un placer brutal, inmediato (sin mediación)? De la respuesta (sí o no) depende la manera en que narraremos la historia de nuestra modernidad. Pues si digo que entre el placer y el goce no hay más que una diferencia de grado digo también que la historia ha sido pacificada: el texto de goce no sería más que el desarrollo lógico orgánico, histórico, del texto de placer, la vanguardia es la forma progresiva, emancipada, de la cultura pasada: el hoy sale del ayer, Robbe–Grillet está ya en Flaubert, Sollers, en Rabelais, todo Nicolás de Stael en dos centímetros cuadrados de Cézanne. Pero si por el contrario creo que el placer y el goce son fuerzas paralelas que no pueden encontrarse y que entre ellas hay algo más que un combate, una incomunicación, entonces tengo que pensar que la historia, nuestra historia, no es pacífica, ni siquiera tal vez inteligente y que el texto de goce surge en ella siempre bajo la forma de un escándalo (de una falta de equilibrio), que es siempre la traza de un corte, de una afirmación (y no de un desarrollo) y que el sujeto de esta historia (ese sujeto que soy entre otros) lejos de poder apaciguarse llevando frontalmente el gusto de obras antiguas y el sostén de obras modernas en un bello movimiento dialéctico de síntesis, es una "contradicción viviente": un sujeto dividido que goza simultáneamente a través del texto de la consistencia de su yo y de su caída.

El goce y el placer encarnan la ambigüedad en la que se mueve el pensamiento de Barthes. El placer tiende a una satisfacción en tanto que el goce culmina con su desaparición; es éste su efecto final. El goce es asocial, disipativo y se desenvuelve en un imaginaro, mientras el placer se aferra a la realidad. Aunque pueda parecerlo, la diferencia entre placer y goce no es de grado por la misma complejidad por la cual la Historia no es dialéctica, su progresión es en cierto sentido espasmódica. La historia, como el goce no respeta un logos y se somete al imperativo del poder.
Los sistemas ideológicos son ficciones (espectros de teatro, hubiese dicho Bacon), novelas –pero novelas clásicas provistas de intrigas, de crisis, de personajes buenos y malos (lo novelesco es otra cosa: un simple corte no estructurado, una diseminación de formas: el maya). Cada ficción está sostenida por un habla social, un sociolecto con el que se identifica: la ficción es ese grado de consistencia en donde se alcanza un lenguaje cuando se ha cristalizado excepcionalmente y encuentra una clase sacerdotal (oficiantes, intelectuales, artistas) para hablarlo comúnmente y difundirlo.

La significancia (el goce) como práctica efectiva de significado, llevada a sus últimas consecuencias como representación posible de la realidad social, conduce a cuestionarse la aceptación o rechazo del orden imperante: una sociedad de clases basada en los elementos substanciales de la cultura burguesa enfrentada a una utopía, a una cultura radicalmente diferente, imprevisible en su formato causativo cuando hubiese lugar. Eso sí, cualquiera que fuese el lugar de lo nuevo su destino al cabo sería convertirse en nuevo lugar común.
Pues cada habla (cada ficción) combate por su hegemonía y cuando obtiene el poder se extiende en lo corriente y lo cotidiano volviéndose doxa, naturaleza: es el habla pretendidamente apolítica de los hombres políticos, de los agentes del Estado, de la prensa, de la radio, de la televisión, incluso el de la conversación; pero fuera del poder, contra él, la rivalidad renace, las hablas se fraccionan, luchan entre ellas. Una despiadada tópica regula la vida del lenguaje; el lenguaje proviene siempre desde algún lugar: es un topos guerrero.

El lugar del texto es la atopía, una atopía profundamente adaptativa. El desbordamiento que experimenta en él el sistema es significancia. Cualquier contradicción tiene cabida por antitética que pueda parecer respecto de las posiciones que uno cree asumir como su-participar-en-el-mundo. Se crea una tensión a la vez productiva y a la vez contemplativa y aquí la locura parace afincada en la raíz de todos los conflictos. La pugna es por la supremacía en la designación de los procesos y en la marcación del otro. Ahí se establece el dominio narratológico de la ideología.
El mundo del lenguaje (la logosfera) era representado como un inmenso y perpetuo conflicto de paranoias. Sólo sobreviven los sistemas (las ficciones, las hablas) suficientemente creadoras para producir una última figura, aquella que marca al adversario bajo un vocablo a medias científico, a medias ético, especie de torniquete que permite simultáneamente constatar, explicar, condenar, vomitar, recuperar al enemigo, en una palabra: hacerle pagar. Entre otras, puede decirse de ciertas vulgatas: del habla marxista, para quien toda oposición es de clase; del habla psicoanalítica, para quien toda denegación es una confesión; del habla cristiana, para quien todo rechazo es demanda, etc. Fue sorprendente que el lenguaje del poder capitalista no comprendiese a primera vista tal figura de sistema (de la más baja especie en tanto los oponentes no eran dichos más que "intoxicados", "teleguiados", etc.); es comprensible entonces que la presión del lenguaje capitalista (proporcionalmente más fuerte) no sea del orden paranoico, sistemático, argumentativo, articulado: es un envenenamiento implacable, una doxa, una forma de inconsciente: en resumen, la ideología en su esencia.

El esfuerzo supremo que Barthes exige al texto para presentarse desde un grado cero, es el mismo que se precisa para entender la historia como metahistoria y para entender el discurso político como forma de dominación, como retórica. El texto barthesiano es un metatexto que sólo aparentemente está constituido, pero cuya estado de significancia siempre queda apuntando a un futuro, a toda relectura. El signo obtiene su significado de un sistema de diferencias que se establace mediante una práctica. El texto es el lugar de la interpretación caracterizado por una inestabilidad metodológica; en esta situación Gadamer se encuentra con Barthes para reivindicar la pluralidad del significado pero, en su caso, entendida como horizonte donde el intérprete se encontrará habitado por el texto. No así Barthes, que se verá abocado a una permanente reedición en lo nuevo, donde se encontrará no con una fusión de horizontes sino con un horizonte de fusión proporcionado por todas las lecturas dialécticas del texto, agitándolo en una nueva pero continuada significancia.
¿Cómo el texto puede "salir" de la guerra de las ficciones, de los sociolectos? Por un trabajo progresivo de extenuación. En primer lugar el texto liquida todo meta–lenguaje y es por esto que es texto: ninguna voz (Ciencia, Causa, Institución) está detrás de lo que él dice. Seguidamente, el texto destruye hasta el fin, hasta la contradicción, su propia categoría discursiva, su referencia socio–lingüística (su "género"): es "lo cómico que no hace reír", la ironía que no sujeta, el júbilo sin alma, sin mística (Sarduy), la cita sin comillas. Por último, el texto puede, si lo desea, atacar las estructuras canónicas de la lengua misma (Sollers): el léxico (exuberantes neologismos, palabras–multiplicadoras, transliteraciones), la sintaxis (no más célula lógica ni frase). Se trata, por trasmutación (y no solamente por transformación), de hacer aparecer un nuevo estado filosofal de la materia del lenguaje; este estado insólito, este metal incandescente fuera del origen y de la comunicación es entonces parte del lenguaje y no un lenguaje, aunque fuese excéntrico, doblado, ironizado.

La significancia de un texto de placer es desbordamiento moral, es escisión, indefinición ideológica. En el texto de placer las fuerzas contrarias coexisten: “nada es antagonista, todo es plural”. Nos dice Barthes que el conflicto siempre está codificado, la agresión, la violencia son simples tópicos del lenguaje. La subversión es pues un rechazo de toda violencia pues con esto lo que se rechaza es el código que la impone y esta sí que constitye una verdadera subversion de valores, es la negacion de toda imposición. “La dialéctica no hace más que ligar posibilidades sucesivas.” Pero para abolir un sistema de valores sería preciso "pecar" de imprecisión, porque incluso el goce, una vez dicho, está abocado a convertirse en doctrina.
El límite subversivo puede parecer privilegiado porque es el de la violencia, pero no es la violencia la que impresiona al placer, la destrucción no le interesa, lo que quiere es el lugar de una pérdida, es la fisura, la ruptura, la deflación, el fading que se apodera del sujeto en el centro del goce.

Se nos hace imprescindible abrir, en este punto, un camino de interpretación de la historia efectual y nuevamente Gadamer nos ayuda a imponer un diálogo en el seno de la dispersión a la que nos ha arrastrado Barthes: la conciencia hermenéutica no es una mera conciencia de la alteridad del pasado, nos es más apremiante percibir los efectos de la historia en nosotros y sabernos historia en el devenir. Gadamer enfrenta al texto con la historia, pero uno y otro se prestan interpretabilidad mutua aún en los puntos de colisión de ambos horizontes. El horizonte de verdad de toda interpretación emerge de la interdependencia comprensiva de texto e intérprete. Comprender no es pues reproducir algo pasado, sino comunicabilidad y apertura a todo tipo de interrogaciones.
Nietzsche ha hecho notar que la "verdad" no era más que la solidificación de antiguas metáforas. En ese sentido, el estereotipo es la vida actual de la "verdad", el rasgo palpable que hace transitar el ornamento inventado hacia la forma canónica, constrictiva, del significado

El lenguaje se nos presenta preso de unos imaginarios en los que es inevitable incurrir. La palabra es la mónada que encierra unidades de significado; el lenguaje es el pensamiento en acto; la escritura un nuevo espacio para la palabra; y la propia ausencia de lenguaje también constituye una fuerza primaria que es capaz de producir efectos. El texto es una forma de complejidad en la que todo ello está presente y donde se relacionan atrapando significados que a su vez atrapan al sujeto y que a su vez son el sujeto convertido en red de significados.
Texto quiere decir Tejido, pero si hasta aquí se ha tomado este tejido como un producto, un velo detrás del cual se encuentra más o menos oculto el sentido (la verdad), nosotros acentuamos ahora la idea generativa de que el texto se hace, se trabaja a través de un entrelazado perpetuo; perdido en ese tejido –esa textura– el sujeto se deshace en él como una araña que se disuelve en las segregaciones constructivas de su tela. Si amásemos los neologismos podríamos definir la teoría del texto como una hifologia (hifos: es el tejido y la tela de la araña).

La significancia es el sentido en cuanto es producido sensualmente, pero esa sensualidad no estriba en una materilización como placer, no aspira a una consumación. En el texto interaccionan significados de los que no necesariamente participa la realidad. Es más, mientras la realidad continúa inmersa en su propia dinámica de procesos que generan ingentes cantidades de signos y de ocultaciones, el texto ofrece un espacio de suspensión espacio-temporal donde una topología similar se presta a sus propios movimientos de semantización. Hay un lenguaje encrático que responde a las expectativas del poder y no deja de ser continua repetición de significados que anulan la tendencia implícita a mutar, sin siquiera saber el efecto de tal mutación ni, por supuesto, su significado. El estereotipo se impone como horma de toda interpretación  ideológicamente satisfecha. La elección política detiene el lenguaje en un espacio de goce prefigurado, pero una fuerza gravitacional hace que este lenguaje llegue a resultar pesadamente improductivo.
Pensamos con Barthes, que la historia y la cultura, procediendo de una reserva semántica inagotable e inapropiable, poseen la capacidad de hacer inteligible nuestro propio tiempo, inteligiblidad que emana precisamente de la controversia y de la pluralidad que indefectiblemente inspiran. La hermenéutica filosófica, no obstante, nos abrirá siempre un espacio de comprensión que es equivalente a un estado inestimable de consenso.

BIBLIOGRAFÍA

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