Lenguaje y entorno ideológico

Gonzalo Martín, 2009 - @Gadabarthes 2013

La lengua es una entidad de carácter social, heredada por los individuos de generación en generación a partir de unas pautas que han sido marcadas por una sociedad concreta. Las palabras no predeterminan nuestra forma de pensar, pero nos predisponen a favor de ciertas líneas de pensamiento; es decir, las palabras adquieren matices y valores diferentes en el marco de las distintas ideologías. Así, determinados sistemas lingüísticos, puestos al servicio del poder, se constituyen como sistemas cerrados, como arsenales léxicos que, normalmente, se fundamentan en resemantizaciones, es decir, en nuevas acuñaciones del significado de un conjunto de palabras relacionadas entre sí que son utilizadas en una misma dirección persuasiva. Estos significados son vehiculados mediante el léxico político, que suele poseer validez universal, y mediante el léxico común, que corresponde a los distintos espacios idiomáticos y goza, por tanto, de una mayor maleabilidad relativa a cada entorno cultural.

La terminología política está constituida por un corpus relativamente reducido y muy marcado por los acontecimientos históricos, pero, precisamente por ello, es objeto de mayor presión connotativa dados los intereses y las pretensiones que el poder y sus opositores cifran en los efectos persuasivos que sobre la población la palabra ejerce. La ideologización supone un marco lógico-conceptual que proporciona la determinación contextual necesaria para saber en qué sentido debe interpretarse un término. En este sentido, ideologías totalitarias como el nacional-socialismo y el comunismo han actuado de distinta manera; mientras el primero manipulaba los conceptos en cada caso y según las circunstancias para referirlos de un modo que reforzase y legitimase los objetivos del partido, el comunismo recurrió a un sistema de base científica para este menester: la dialéctica. Con la dialéctica todo es interpretado en función del efecto que tiene sobre la revolución y así, actos aparentemente neutros se convierten en ejercicios de resistencia o contrarrevolución, o bien coadyuvan al establecimiento del nuevo orden político y a la asimilación del ideario en el que se sustenta todo el sistema. El materialismo histórico de Marx y Engels se apoyará en el lenguaje, considerado uno de los pilares básicos sobre los cuales se escribe la historia de la humanidad; siendo trabajo, pensamiento y lenguaje los tres elementos que aglutinan el fundamento de la sociedad. El lenguaje tiene, pues, una utilidad práctica que siempre se pone de parte del poderoso. Lo que caracteriza al lenguaje dominante es la imposición de significados, es decir, la continua prevaricación impuesta por el signo.

El lenguaje es toda una superestructura en la que intervienen sentimientos, conceptos, valores, intenciones y multitud de actos volitivos e inconscientes. Así, para Agustín de Hipona, el simple hecho de aseverar un enunciado conlleva una implicación moral, significa comprometerse con la verdad de su contenido y ello siempre supondría un acto de convicción del emisor hacia el receptor. Por su parte, Salvador Gutiérrez Ordóñez estima que nuestras comunicaciones son como una especie de «iceberg», pues gran parte de lo que comunicamos se encuentra sumergido. Por esta razón, el lenguaje en sí constituye un peligro para todos aquellos que no disfrutan de la competencia lingüística requerida para descifrar muchos de los mensajes a los que los humanos nos sometemos cada día.

En relación con la manipulación ideológica del léxico común, Coseriu dice: “Un empleo frecuente o constante de una palabra en un determinado sentido, con una determinada actitud, «puede llevar a un cambio de significado, o sea, a que la evocación, la asociación secundaria se interprete como significado objetivo y reemplace a éste». El contexto y la frecuencia son pues mecanismos de configuración semántica. Lo que cuenta es la efectividad del lenguaje en la comunidad lingüística, la capacidad de provocar cambios en la actitud hacia las cosas mediante la manipulación intencionada del lenguaje. La decadencia de las palabras es pues exponente de los cambios de costumbres y de valores.

El lenguaje clasifica y estructura la experiencia humana y por esta razón no ha de ser considerado una obra más del ser humano sino que hemos de admitir que nuestra mente ha llegado a ser estructuralmente lingüística. De esta forma, con el vocabulario y sus formas sintácticas establecidas, el lenguaje ha forzado el pensamiento a encarrilarse por caminos trillados, obligándolo a seguir el curso acostumbrado y pensar como mucha gente había pensado antes. En línea con el pensamiento de Bertrand Russell, Wittgenstein nos recuerda que el objeto de las palabras es tratar de materias que no son palabras; pero esas materias se cargan de significados adventicios según el plan seguido en su formulación.

Para Saussure, el lenguaje es «heteróclito» en el sentido de que está unido a multitud de ámbitos de experiencia y, por esa razón, está intimamente relacionado con numerosos fenómenos extralingüísticos. La palabra es una condensación que organiza el conocimiento en un momento determinado y para una sociedad determinada en un contjunto de clases limitado. Por su carácter social y convencional, el lenguaje es el poso en donde se decanta la ideología de una comunidad. La lengua no es una mera fotografía, sino transformación espiritual de la realidad. Afirma Barthes que no hay lenguaje sin ideología. Existe un imperativo lingüístico que supone la aceptación de la institución lingüística y de sus convenciones. El rechazo de este imperativo lingüístico se puede observar en el uso de hablas jergales o en aquellas prácticas deformadoras que desde posiciones contraculturales o marginales subvierten las normas básicas de la gramática.

La semiótica de la cultura ha destacado que toda ideología tiene su existencia material y esa existencia tangible no es ajena a la práctica discursiva. Ningún acto comunicativo actúa fuera de una situación programada por los modos de producción ni deja de estar condicionada por las ideologías dominantes.

El nacionalsocialismo utilizaba estrategias consistentes en la cosificación y deshumanización de las personas, que pasaban a ser engranajes de una maquinaria imperialista, lo cual dio curso a la introducción de numerosos tecnicismos que comenzaron a utilizarse en ambientes no técnicos a partir de 1933. Procesos similares tuvieron lugar en otros estados de la órbita fascista como Italia y España, así como en contextos comunistas. El uso estratégico de la lengua hablada y escrita tiene tales virtualidades que permite a los virtuosos de la expresión demagógica llevar a cabo simultáneamente dos tareas opuestas: convencer a las gentes de que se les está promocionando a niveles de libertad, y someterlas a un implacable dominio. Los países democráticos también recurren con excesiva frivolidad a tales artificios para desacreditar otros sistemas o para justificar sus propios excesos. Por todo ello, si se pretende una objetivación del lenguaje que lo aleje de mitificaciones inculcadas por mecanismos retóricos, se debe avanzar en lo posible hacia una neutralización idiomática, lo que equivale a alcanzar un registro apto para la mayoría de la población sin oscuridades o dobles sentidos tendenciosos que puedan prestares a fácil manipulación.

El terrorismo se vale intensivamente del uso tendencioso del lenguaje. Constituye parte fundamental de su práctica y para ello goza del auxilio, casi siempre involuntario, de los medios de comunicación que amplifican y a menudo se contagian de la retórica sabiamente sembrada por el aparato porpagandístico de estas organizaciones. Uno de los recursos más utilizados en la comunicación de la actividad terrorista es el eufemismo que es un «procesamiento oracional superficial, como un modelo mental de objeto o acontecimiento informe, que tiene por función el disimulo». Se introduce intencionadamente un desfase entre lo que sucede en la realidad y aquello que trata de plasmar esa retórica desajustada y fundamentada en la incoherencia. Esa incoherencia es la base del intento de legitimación de la propia causa que, mediante un mimetismo inconsciente de los medios, pasa a la opinión pública.

Pero junto al uso del eufemismo se recurre también al disfemismo, que consiste en un esfuerzo para librarse de la actitud admirativa o respetuosa que gravita, en general, sobre la humanidad media. Consiste, sobre todo, en la sustitución de los términos nobles, o simplemente normales, por expresiones tomadas en dominios más vulgares. Restándole dignidad, las personas, las instituciones o las acciones, pueden ser más fácilmente atacadas o reprobadas y de esta forma el mensaje de refuerzo de la actividad criminal aspira a ser justificado con mayor facilidad. Los terroristas recurren, en definitiva, a procedimientos persuasivos basados en la utilización emotiva de las palabras, en el uso de las pasiones humanas y en una contradicción lógica que pasa por encima de los umbrales de atención de los receptores.

El eufemismo, la manipulación de símbolos y la reducción expresiva son los mecanismos de naturaleza lingüística más destacados que permiten el control ideológico. La semántica y la morfología, unidas en una conjunción de intereses llevan a una condensación petrificada del significado en fórmula y símbolos donde los conceptos quedan constreñidos, fieles a una comunicación funcional y behaviourista. En el ámbito político casi no hay palabras neutras, unas tienen connotaciones favorables “eufemismos” y otras desfavorables “malfemismos”, y en ese contexto la elección léxica está teñida de ideología.

La teoría de la “disonancia cognitiva” sostiene que la gente intenta resolver y suprimir contradicciones en sus percepciones y creencias, y entre las varias soluciones psicológicas empleadas está la de la supresión o evasión del conocimiento indeseado por medio de la táctica mental de la negación. Cuando la disonancia cognitiva tiene lugar, entra  en operación el eufemismo como recurso para disimularla. A esto se refiere Habermas cuando cuestiona la validez del discurso con respecto a la “inteligibilidad”, que sin duda sufre menoscabo, y a la “sinceridad” de la intención del hablante, que no siempre está presente. Si alguien ha sacado partido literario de toda esta trama de intereses adscrita al lenguaje ha sido Orwell, que en sus novelas ha plasmado todas estas prácticas de las que hemos hablado y sus efectos tal y como sería de desear para quienes desde el poder se aplican a ellas.

Otro instrumento por excelencia de la manipulación lingüística es la metáfora. Occidente es una comunidad de campos de imágenes, lo que quiere decir que la representación del mundo está determinada por unos esquemas mentales compartidos. Estas imágenes pueden ser asociadas o reinterpretadas de diferentes maneras y en ello reside la clave de la ideologización del lenguaje. Aunque, en el fondo de este arbitrio subyace un afán estético orientado a impresionar y cautivar a la audiencia, el lenguaje tropológico puede llevar aparejado un didactismo tendente a acercar al orador más a su público. La metáfora es un procedimiento que consiste en la descripción de un “objeto” mediante un referente más concreto (“imagen” o “vehículo”) con el que guarda una similitud más o menos manifiesta (“tenor”). Ahora bien, en el uso político de la metáfora se aprecia una distancia tal entre el tenor y el vehículo que se produce una gran tensión metafórica, una llamativa incongruencia semántica que está en la base del humor y la expresividad pretendidos.

En realidad, la organización de todo nuestro sistema conceptual está estructurada metafóricamente, conforme a una coherencia interna y sistemática. Los dos elementos participantes en la estructura metafórica se enriquecen y modifican recíprocamente, ofreciendo una nueva percepción de la realidad. Pero las metáforas no son inocuas, sino que poseen una carga ideológica que influye decisivamente en nuestra forma de pensar y actuar. Por su capacidad expresiva, por su fuerza de seducción y por su viveza y maleabilidad constituyen un recurso perfecto para construir espacios de realidad figurados y orientarlos hacia los fines que la pericia del trujaman de turno sea capaz de escenificar y perfundir en el espectador.

En el análisis que Díaz Rojo hace sobre las metáforas relativas a la situación política española durante la primavera de 1994, se observa que como vehículo o foco de la metáfora se seleccionan temas y aspectos de la realidad que poseen el sesgo de tendenciosidad perseguido por los autores. Los dos focos más utilizados son la medicina y la salud y, por otra parte, el mundo del espectáculo. En un segundo plano se sitúan la religión, el deporte, la náutica, el consumo, los toros, la guerra, los temas histórico-literarios y la meteorología.

De entre las metáforas médicas, las más utilizadas en aquel contexto fueron las ontológicas y estructurales, es decir, las que están basadas en el funcionamiento y estructura del cuerpo, de sus enfermedades y remedios para curarlas. En este sentido, la enfermedad y la corrupción social eran equiparados en aquel año de agitación política, permitiendo una nueva percepción de la corrupción. De ahí se llegaba a la necesidad de una intervención quirúrgica, que sanara el cuerpo social, a la par que enfermedades de distinta naturaleza servían para expresar distintos aspectos de las desviaciones y carencias de la gestión política del Gobierno. Esto no es nuevo, en nuestra historia reciente, los regeneracionistas, a principios del siglo XX, intentaban reanimar una nación exangüe y sumida en el victimismo, y para ello Joaquín Costa recurrió a la célebre y tremenda metáfora del “cirujano de hierro” que debería practicar tal sanación. Ese férrea cirujía se materializaría poco después en la dictadura de Primo de Rivera, que se apropió, a su manera, de estos esfuerzos retóricos de la intelectualidad de entonces por elevar el espíritu colectivo de una nación que había quedado cercenada y sumida en profunda decadencia tras el desastre del 98.